lunes, 10 de mayo de 2010

Spleen

Calle abajo. No encuentro lo que busco.


Salir de la cama porque se supone que debo hacerlo como todos los días.

El chorro de whisky antes de acostarse ha ido creciendo hasta convertirse en un doble sin hielo.

Cada noche cumplo una suerte de ritual en el que abraso mi lengua y mi garganta de un solo trago.

El ardor en el estómago lo siento levemente mientras me voy quedando dormido, mientras me preparo para atravesar el país de la fantasía. Alguien se preguntaba cómo podemos despertar cuerdos cada día después de una experiencia como la del sueño.

Miel de fuego vertical. Y el vaho asciende hasta las paredes de tu cabeza.

Todo drogadicto está siempre ocupado en traducir en palabras las sensaciones que experimenta. Metáforas salvajes que rehúsan cualquier asimilación de sentido: elásticas, escurridizas, blandas. Las palabras se depositan sobre el aire lleno de humo y flotan hasta perderse en él, hasta que el calor las incorpora, hasta que se incendian con el próximo fósforo que se enciende para prender un cigarrillo o una pipa. Más tarde regresan y pululan como fantasmas inquietos, saltan de cabeza en cabeza dejando un eco desconcertante que se cierra siempre con una carcajada leve que resuena dentro de nosotros y nos enloquece de a poco, imperceptiblemente, hasta convertirnos a nosotros mismos en esa carcajada.

Nuevas palabras se diluyen en el espacio.

Atravieso el día entre la furia de mis audífonos a todo volumen.

¿Quién está en el chat room?

Cada persona tiene un instante del día en el que se desconecta de su sistema central para esperar a la llegada de la noche y el sueño. Nadie nota cómo ni cuando ocurre. Es una metamorfosis sutil, un ocaso interior cuyo declinar mismo nos imposibilita para percibirlo.


Uno doble sin hielo.

martes, 4 de mayo de 2010

Equidna


La señora tiene más de 60 años. Está sentada del lado de la ventana, en la fila que va detrás del asiento del chófer del autobus. Tiene las dos manos juntas sobre su regazo, hombros relajados y mentón sobre su pecho. Parece una antigua estatuta, no solo por la postura que tiene, sino por la profundidad de las arrugas que se alcanzan a ver en su rostro. Líneas hondas que van marcando sucesivos abultamientos de piel sobre frente y mejillas. De las comisuras de sus labios se desprenden finas líneas como aquellas que aparecen en la pintura resquebrajada. Va dormida, como en un reposo en el que se concentra toda su energía vital, como esperando que una de sus arrugas cobre vida y crezca como una grieta en un dique hasta romper las paredes de su cuerpo y explotar con todos los fluidos que corren en su interior y una montaña de vísceras sobre su asiento que los demás pasajeros contemplarán con horror.

Pero nada ocurre. La vieja sigue en su impaciente inmovilidad. Hay en ella esa quietud salvaje que tienen los cuerpos alunados.

Un ojo se abre. Todo el espacio del bus queda contaminado por ese gesto. El ojo glauco emerge de su sopor y gira sobre sí mismo para abarcar a cada persona a su alrededor.