Su putrefacta obscenidad era ignorada por todos; nadie podía dar cuenta de ella porque aquellos que la habían sufrido ya no estaban más entre nosotros. Uno de los testimonios, tal vez apócrifo, relataba la transustanciación de su cuerpo en un ente gelatinoso que conservaba la estructura original, pero exudaba vapores venéreos y narcóticos que adormecían a quien se sentara del otro lado del escritorio. El vaho más letal se inoculaba a la víctima al final del proceso, cuando su conciencia apenas alcanzaba para un último espasmo de horror. Entonces, ELLA, la ramera de Baal, posa su lengua dentro de la garganta del desgraciado y exhala el gas, mezcla de materia fecal y menstruo acumulados por años en una bolsa adiposa en la giba.
Ese era su castigo. Y quienes lo recibían se conviertían en espectros que se incorporaban al aire y abandonaban el recinto a través de los ductos de ventilación. Entonces sus acólitas, las vírgenes del culto de la vagina cauterizada, babeaban rabiosas y la abeja reina les lanzaba una mirada como un golpe de fusta para apaciguar su excitación. Ellas sorbían apenas la saliva espumosa que resbalaba de sus comisuras, recogían sus mandíbulas descoyuntadas y emitían un silbido que se escapaba entre sus dientes sobrecalcificados. Y corrían a sus madrigueras y exponían su lomo a la espera de una caricia o una patada, no sabrían diferenciarlas.
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