jueves, 22 de octubre de 2009

El Castigo


-Ficción demencial escrita por

Felipe Rentería-



En el momento final, el joven estudiante recordó que aquella noche se había hallado súbitamente junto a su padre, el abogado Porges, en medio de un erial inhóspito y oscuro. La niebla se levantaba en finas oleadas que cubrían el horizonte, y hacía un frío insoportable. Los dos hombres iban cubiertos por negros sobretodos, tocados con gruesos sombreros de fieltro y calzados con zapatos de cuero negrísimo. Largas bufandas, de un tono menos oscuro, se les enredaban suavemente en los cuellos, como abrazándolos. Padre e hijo se miraban sin decirse palabra, con los ojos inmóviles y las facciones fijas, a la espera del vehículo. Unas delgadas ramas desnudas se estremecían en la lejanía.
Solo cuando el automóvil llegó, salpicando violentamente el lodo de la carretera, el estudiante fue capaz de comprender la importancia del acontecimiento. Su padre había sido escogido como Visitante de la Prisión, título reservado para altos funcionarios, que daba el derecho a quien lo ostentase de efectuar un recorrido guiado por el mayor centro penitenciario del mundo. Al abogado Porges, juez eminente, le correspondía esta vez el honor, en consideración de sus altas virtudes profesionales y su trayectoria sin tacha.
Hacía muchos años que el abogado esperaba tal deferencia. Por fin la había conseguido, y llevaba consigo a su hijo, joven estudiante, verdadero orgullo familiar, para ayudarlo a orientarse en los difíciles senderos de la jurisprudencia. El estudiante Carlos Porges, que era casi un adolescente, apreciaba en lo profundo de su alma esta consideración inmerecida, consciente de sus aún escaso méritos, como quien recibe de súbito una gracia que proviene de la filantropía divina. Porges hijo es alto y enjuto, de blanquísima piel y manos delgadas. Gusta de rociarse con las más fragantes lociones, y su aliento es impecable. Memoriza pasajes enteros de códigos interminables.
Tal es el estudiante, cuyo padre, de venerable aspecto, le triplica en edad. No es un anciano aún, pero su ceño es adusto y el cabello se le ha tornado plateado como la luz última de la tarde reflejada en las primeras nubes nocturnas. Es bajo de estatura, pero aquello no le resta majestad. En el perfil de su rostro hay algo que despierta la sensación de justicia; su cerrado silencio puede entenderse como un mensaje severo o una condena brutal.
No todos le temen, pero el respeto que inspira es suficiente para recordar la propia pequeñez, deplorar la mediocridad personal y lamentar la propia ignorancia. El estudiante, su hijo, no ha asistido a homenajes, no ha escuchado comentarios, no ha leído nada en los diarios ni ha presenciado proceso o juicio alguno. Pero sabe que el mundo tiene en su padre a un abogado insuperable.
Por eso no se extraña de que el automóvil, negro como la noche, esté ocupado por una comisión de la mayor jerarquía. En primer lugar, desciende de él el Supervisor de la Ley. Este Supervisor es un señor de cadavérica facha, muy compuesto, de corbata y ademanes irreprochables. Lo secunda el Tramitador Z, funcionario de extraordinaria probidad, un poco pasado de peso. También han acudido un Ecónomo del más alto nivel, viejecillo, pequeño y al parecer tuberculoso, y el Chofer de Primera Graduación, encargado de transportar a las más importantes dignidades. Saludos, comunicaciones oficiales. La Prisión los espera, el Protocolo se cumple a cabalidad.
En los primero tramos del trayecto, quizá a causa de la emoción, el estudiante cayó súbitamente en el más inesperado y profundo de los sueños, de manera que vivió el recorrido hacia la Prisión, considerablemente extenso, como si hubiesen transcurrido nada más uno o dos minutos. Apenas hubo abordado el automóvil, Porges se había entretenido en la rememoración de ciertos pasajes especialmente importantes del Código Capital, que, pensaba, le servirían para la ocasión. Solamente había recitado un par de artículos cuando perdió la conciencia. Al despertar, la Prisión revelaba ya su imponente columnata metálica a los miembros de la Comitiva. Sobre el horizonte negro se distinguían potentes reflectores que rastreaban la superficie desde una elevadíasima terraza. Conforme avanzaba el vehículo, la edificación iba ofreciéndose a la vista gradualmente, como una monstruosa roca que emerge de las entrañas de la tierra. La carretera, hasta ese momento llena de lodo y baches, se convirtió de pronto en una cómoda avenida, convenientemente iluminada, por la que el vehículo rodaba sin dificultad.
Los ojos de Porges hijo destellaron al acercarse a la titánica fachada de la estructura carcelaria. Elogió para sus adentros la destreza del arquitecto, persona que, le pareció, no solo entendía de arquitectura, sino que también estaba dotada de un agudo sentido de la justicia y la verdad.
Se trataba de una construcción colosal, totalmente lisa, cuya apariencia era la de un talud gigantesco. El único acceso era una inmensa reja formada por enormes columnas tubulares de brillante metal, que además cumplían la función de embellecer el edificio, como el pórtico de un templo. Varios reflectores móviles disparaban sus torrentes de luz en todas las direcciones, y casi se podría decir que la claridad que de allí emanaba superaba a la de la más cruel de las mañanas. La fachada estaba empotrada en una enorme montaña rocosa, en cuya cima se habían colocado un intrincado mecanismo de defensa y poderosos cañones. Sobre la superficie inclinada, en la parte más alta, se deslizaban de izquierda a derecha unos habitáculos blindados que patrullaban a escasa distancia los unos de los otros. Todos iban equipados con el armamento indispensable y los mejores francotiradores, que apuntaban inmóviles a través de unos orificios. Estos habitáculos estaban sujetos al talud por medio de carrilles labrados en la piedra y reforzados por rieles metálicas.
El estudiante Porges contemplaba admirado tales maravillas, cuando una expectoración implacable de su padre le sacó de su ensimismamiento. La corte de traslado se había formado en línea detrás de los dos invitados, y esperaba pacientemente la señal protocolaria; ésta se produjo sin que Porges hijo cayera en la cuenta. De pronto empezó a aproximarse un bien provisto convoy de seguridad. Se trataba de una especie de tren militar encabezado por un carro blindado, aparentemente sin ninguna abertura, que avanzaba lentamente. A los lados, escuadras de fornidos guardias formaban una escolta.
En el vehículo se abrió una puerta imperceptible. Por ella descendió un hombre horroroso, de cuidados bigotes y elegante vestimenta oscura. Cicatrices de todo tipo surcaban su rostro. Porges hijo se espeluznó ante su presencia, pero en seguida pasó a imitar la respetuosa inmutabilidad de su padre. El hombre presentó sus credenciales.
—Señor abogado —dijo, extendiendo una tarjeta en la que se reproducía su horrible rostro—, mi nombre es Franz Fanta, alcaide de esta Prisión. Reciba mis saludos.
El estudiante, fascinado por la solemnidad, sonrió en espera de la respuesta de su padre. Mas este no dijo nada, y se limitó a fruncir el ceño por toda contestación. Carlos Porges comprendió tal actitud se debía, sin duda, a las exigencias del Protocolo. Recobró la confianza. Cruzó las manos detrás de la espalda y levantó levemente los talones. Sonrió con satisfacción.
Se escucharon ráfagas que indicaban la inmediata iniciación de las actividades oficiales. El alcaide Franz Fanta presidía una comitiva compuesta por numerosos individuos que anunció como autoridades, personal de inteligencia y funcionarios gubernamentales. Estas personas se pusieron en marcha con paso marcial, en un desfile acompasado de atroz exactitud. Dos guardias de rostro pétreo flanquearon al padre.
Avanzaron así hasta llegar al portal de la Prisión. Ante una orden que salió de no se sabía dónde, los miembros de la comisión se dispersaron y desaparecieron. El grupo quedó reducido al Comité de traslado, compuesto, como se ha dicho, por el Ecónomo, el Supervisor, el Tramitador y el Chofer, además de los invitados. El alcaide tomó la palabra para informar que, una vez cumplida su misión, y en vista de que no se les necesitaría más, los miembros del Comité serían ejecutados. Carlos Porges tardó un momento en asimilar las palabras de Fanta. Después creyó que se trataba de una broma inapropiada, acorde con la excéntrica personalidad del alcaide. Lo cierto es nunca imaginó que fuera una orden verdadera. Se sintió súbitamente invadido por la estupidez. La sorpresa le causaba una suerte de debilidad. Trató de conservar el aplomo, pero como vio que los miembros del comité inclinaban la espalda hacia adelante, uno al lado del otro, muy juntos los cuatro, comprobó con horror que Fanta hablaba en serio. A continuación, el alcaide extrajo su pistola, la rastrilló, se colocó frente a cada funcionario.
A cada uno le dio un tiro la cabeza. Parecía que, mientras los apuntaba, se despedía de ellos y los felicitaba. Los cuerpos cayeron pesados como reses.
Mientras esto sucedía, el doctor Porges tomó por el brazo a su hijo y lo apretó con gran fuerza.
—No temas —le dijo—, mientras estés conmigo nada va a sucederte. Pero, veas lo que veas, no se te ocurra sentir miedo.
—Pero padre —replicó el agobiado estudiante—, ¿cómo comprender este crimen?
—No vayas contradecirme —sentenció el padre—. Es la justicia. Nadie puede cuestionar nada—. Su voz cayó como una lápida sobre el abatimiento del hijo.
Después de contemplar por unos segundo a los cadáveres, el alcaide desapareció por uno de los costados de la avenida que daba acceso a la Prisión. Los visitantes permanecieron inmóviles en sus lugares. Se escuchó un pitido largo que provenía de lo alto. Los funcionarios que se habían dispersado regresaron e hicieron una formación. Porges hijo, helado de miedo, advirtió entonces que el director de la Prisión consultaba con un personaje que se perdía en la oscuridad, ante quien se inclinó repetidas veces. Al poco rato regresó, en actitud distendida, olvidando, al parecer, toda rigidez. Sonrío, incluso, con su horrible rostro, que parecía incapaz de toda expresión humana. Se dirigió al doctor Porges.
—Señor juez —dijo—, usted sabrá comprender la severidad del Reglamento. Ahora, cuando las autoridades me lo permiten, puedo distenderme un poco. ¿Qué quiere? Yo soy un asesino —exclamó con emoción. Entonces sacó de uno de los bolsillos un encendedor que brilló exageradamente y prendió un cigarrillo.
Las palabras del alcaide llenaron de miedo al joven Porges, que sintió un vuelco en las entrañas.
—Pasemos ahora a la relación del historial de la prisión —continuó Fanta. El cigarro bailaba sobre sus labios calcinados.
—Comprendo perfectamente —interrumpió de pronto el doctor Porges, que no había pronunciado palabra desde hacía un buen rato. Lo que dijo después fue extrañamente deshilvanado e incoherente: —¿Acaso no soy yo quien más ha defendido la legislación de nuestras autoridades? El orden es la clave de la ética, por supuesto…
Y en ese momento se abrió paso en su garganta un eructo incontenible, nítido, que resonó como un ladrido furioso.
La desafortunada intervención del doctor Porges, abrupta y vergonzosa, llenó de angustia al hijo. Su padre era ya viejo, pero ¿iba a mostrar su primer signo de senilidad justamente en ese momento? Los miembros de la delegación miraron al juez con gestos de reprobación y desprecio. Había incurrido en la peor de las audacias y su conducta era inexcusable. Mas el alcaide se figió comprensivo y trató de restar importancia al asunto.
—No tenga cuidado —dijo con evidente hipocresía—. Estas cosas suceden todo el tiempo. Las debilidades humanas nos dominan. Pero eso no quiere decir, claro, que no sea usted desde ahora, ante los ojos de la humanidad, un peligroso criminal. Un criminal, claro, investido de una alta magistratura y con conocimiento cabal de los códigos que regulan la convivencia de nuestra especie, por eso se le excusará este comportamiento. Mas sepa que le ya hemos echado el ojo.
Porges Padre se mantenía rígido como un poste. Su hijo le tomaba ahora por el brazo. Sentía que se desvanecía.
El alcaide adoptó a continuación un talante amistoso y clavó la vista en Carlos.
—Veo con satisfacción que le acompaña este correcto joven —dijo desviando su fría mirada hacia el padre—, de quien, supongo....
—Es mi hijo —explicó el juez—, el estudiante Carlos Porges, quien, por su hondo sentido del deber y su saludable curiosidad profesional, ha sido invitado a acompañarme.
—Los que han tenido hijos dicen todos lo mismo, aunque estos no sean nada más que asesinos y violadores —replicó el alcaide, que se aproximó entonces a Carlos y le estrechó la mano. Un reflector giró bruscamente e iluminó la faz del hombre. Porges pudo ver así toda la hórrida superficie de su rostro, que parecía haberse fundido en un molde espantosamente tosco y asimétrico.
En seguida el funcionario le dio la espalda, y, decidido a continuar con su fallida exposición, juntó los talones y levantó la mano para señalar la cúspide del edificio.
—Verán ustedes: la Prisión se ha venido constuyendo por un período de ciento cincuenta años. La sociedad emprendió esta magnífica obra después del Cataclismo, cuyas repercusiones sumieron al mundo en tal estado criminal que la humanidad entera iba camino de la destrucción. Pero todo eso lo saben sobradamente ustedes, señores, de manera que pasaré a otros temas.
La Prisión alberga a los delincuentes más peligrosos de nuestra especie. Ha sido diseñada para que estos paguen sus deudas con la sociedad, en total acuerdo con las normas vigentes, y es, como ustedes podrán suponer, íntegramente inexpugnable. Los más complejos sistemas de seguridad se han constuido para uso exclusivo de la Prisión. Como vemos, está enclavada en la cima más imponente de la geografía planetaria, y solamente tiene una entrada, la que ustedes ven —Fanta señaló la enorme reja que estaba frente a ellos—. Esta puerta posee en su estructura cierto mecanismo que, al captar movimiento o calor emitido por seres animados, dispara descargas especiales que calcinan inmediatamente al objeto del que provienen los signos vitales. La Prisión se encuentra vigilada día y noche por un equipo de la más alta graduación en seguridad.
El doctor Porges creyó conveniente intervenir.
—¿De manera que, si alguien intenta superar la salida, morirá instantáneamente? —interrogó.
El otro lo miró con desprecio, arqueando una ceja, y continuó como si nadie hubiera dicho nada.
—La estructura de la cárcel ha sido labrada en la profundidad de la roca. No se han construido paredes. Por dentro, el edificio es una caverna con miles y miles de pasadizos en los que se han esculpido, si el término es exacto, galerías, tabernáculos, habitaciones, oficinas y, obviamente, celdas. La temperatura se regula por medio de un sistema de ventilación de alta tecnología, y se ha montado una red de vigilancia que incluye cámaras de seguimiento que rastrean todos los rincones y recovecos.
El funcionario se interrumpió y volvió el rostro. Dibujó una sonrisa estremecedora que dejó ver sus dientes afilados.
—Ahora corresponde que les indique cuál es la importancia de contar con un complejo judicial de estas características, y la manera en que garantiza el bien común. Como ustedes sabrán, después del Cataclismo la naturaleza produjo seres de horrendas capacidades, verdaderos monstruos de la sociedad, cuya influencia sobre el género humano fue nefasta. La gran operación que llevaron a cabo nuestras autoridades permitió que estos criminales, los peores de la historia, fueran atrapados y juzgados convenientemente. Pues bien: nadie hay en el mundo que pueda infligir peor mal a la sociedad que los personajes que se albergan aquí. El orden universal está garantizado por esta gran fortaleza. Y todos trabajamos, aunque sea de una manera indirecta, para conservar esta seguridad. Pero, oh —se interrumpió—, el estudiante y su señor padre callan. ¿Se aburren ustedes? —preguntó con odio—. No veo por qué —continuó sin esperar respuesta—. En ese caso creo que es preferible avanzar hacia el interior.
El doctor Porges, que se había quitado el sombrero, recibió una señal del alcaide que le reprochaba su conducta. Volvió a colocárselo, tratando de que se le apretara lo máximo posible en el cráneo.
—Sí, es mejor que entremos —musitó.
—En marcha —ordenó entonces Fanta, y por los flancos de la avenida aparecieron otra vez cientos de guardias muy bien armados que se adelantaron hacia la reja de ingreso. Dos potentes sirenas iniciaron un feroz aullido y por un altavoz que no se podía distinguir emergió una voz fantasmal, chillona y destemplada, que inició una especie de cantata al borde del paroxismo. Carlos Porges intentó reconocer el idioma en que esta voz emitía su insólito mensaje, pero le fue imposible. Tal vez solo eran gritos sin sentido, cuyo objetivo era infundir temor y disciplina entre las tropas y los reclusos. La comitiva se puso en marcha. Había avanzado unos cuantos metros cuando el enrejado principal se separó en dos partes, cada una de las cuales empezó a deslizarse para su lado.
El acceso estaba libre. Carlos Porges sintió que una punzada intermitente le producía un dolor continuo que se alojaba en su nuca.
Atravesaron el portal. Apenas hubieron puesto los pies en el interior de la fortaleza, cientos de luces fueron disparadas desde distintos puntos del edificio. La claridad hería de tal forma que era difícil distinguir los contornos de los objetos. Nuevos funcionarios rodearon a la comitiva. El alcaide se apresuró con las explicaciones.
—Estos que ven, estimados amigos, son los empleados de la Prisión. Se trata de un equipo de altísimo nivel. Operamos, como usted sabrá, señor juez, como una verdadera Función Judicial, de manera que entre los asalariados del sistema tenemos a jurisconsultos que a su vez son jueces y ejecutores. Estas personas que usted ve aquí son abogados y asesores personales míos. Viven y trabajan en la prisión.
El estudiante Carlos Porges observó espantado a tales sujetos. Los asesores y funcionarios eran tan monstruosos como el mismo alcaide. Todos mostraban magulladuras y cicatrices horribles. Algunos presentaban amputaciones, estaban tuertos o parecían retardos. Uno, cuya mirada paralizó al estudiante, tenía la mandíbula colgante, como si fuese un cadáver. El aspecto general del grupo era el de una pandilla completa de anormales y criminales de la peor especie.
Entre estos asesores sobresalía uno al que le faltaba un ojo, que dio unos pasos adelante y se dirigió con aire solemne a los invitados.
—Es un honor —dijo—. Sean ustedes bienvenidos.
El juez Porges, que fingía no captar ninguna anormalidad, se creyó en la obligación de dirigir un breve discurso. Empezó.
—El honor es enteramente mío, señores. El cargo que ostento no hace sino comprometerme en celebrar y admirar la labor, tan felizmente ejecutada, que ustedes llevan a efecto en este recinto de la justicia....
En ese momento el público estalló en aplausos e interrumpió al magistrado, que calló en espera de que la aclamación concluyera. Luego intentó proseguir.
—He de expresarme completamente admirado por esta labor....
Esta vez se escucharon, además de los furiosos aplausos, descargas de armas de fuego, gritos desesperados y gruñidos animalescos. El estudiante Porges, paralizado de indignación y sorpresa, sentía cómo el sudor fluía por la piel de su rostro. Por segunda vez, el juez trató de retomar la ilación del discurso.
—Como decía, señores. Me encuentro en la capacidad de manifestar mi admiración por el trabajo que ustedes desarrollan…
Esta vez el escándalo fue incontrolable. En medio de los aplausos, dos de los espantosos funcionarios empezaron a tirarse las corbatas, siguieron con débiles bofetadas y teminaron liándose a puñetazos. El desorden se contagió a la multitud entera. Al cabo de unos momentos, una batalla campal, con balacera y apuñalamientos, se desarrollaba en frente del juez y su hijo.
El alcaide sacó entonces de su bolsillo un aparato tubular que se llevó a la boca. Era, según parecía, una especie de silbato. Sopló. El objeto no emitió sonido alguno, pero los funcionarios quedaron de pronto inmóviles y después empezaron a aullar como si fueran perros. Se llevaba las manos a la cabeza. Sacaban las lenguas. Terminaron arrastrándose y retorciéndose por el suelo. Algunos, más pacíficamente, emitían tristes sollozos.
El alcaide, aparentemente avergonzado, trataba de equilibrar un nuevo cigarrillo en su boca sin labios.
—Pero, ¡qué diablos! —exclamó—, no vamos a hacer de esto una tragedia. Deben recordar ustedes —continuó, clavando su mirada de reptil en la faz sobrecogida de Carlos Fanta—, que el origen de nuestros funcionarios es muy humilde. Yo mismo, sí, yo mismo he sido uno de ellos, uno de los que sorbieron el amargo envenenamiento de la Ley, un hombre que fue lamido por los azotes del Castigo....
El juez, extrañado, se pasó el dedo índice por el estrecho trozo de piel que el sombrero no le había cubierto.
—No le comprendo, dice usted que....
—Que yo he sido uno de los reclusos. Esa el la virtud mayor de nuestro sistema penitenciario: la completa rehabilitación de los reos.
Porges hijo experimentaba sentimientos indefinibles, que no podrían atribuirse al asombro o al horror. Sus sensaciones en este momento se parecían más bien a una ebriedad que le había reducido a la inutilidad completa. Se sentía enfermo y avergonzado, y ni siquiera la compañía de su padre podía aliviar la angustia que ahogaba su corazón. No era capaz de reacción alguna.
Estaba tan saturado de sensaciones que empezó a dolerle terriblemente la cabeza. El guardia al que se lo había comunicado le ayudó a llegar hasta un baño. Carlos Porges ingresó en él. El ambiente oscuro del baño le produjo cierta paz. Se mojó la cara y estaba pensando en que debía aprovechar el momento para orinar, pues el recorrido probablemente sería extenso, cuando vio reflejándose en el espejo una criatura que se escondía detrás del tanque del retrete. Porges pensó que se trataba de un animal. Con cierta aprensión, se acercó lentamente. Era un niño muy pequeño, casi un bebé. Tenía la piel muy morena y era sospechosamente musculoso. Era incomprensible que anduviera por allí. Estaba desnudo de la cintura para arriba, y también iba descalzo. En sus pantalones ocultaba algo voluminoso y pesado, que el estudiante interpretó en un principio como un tumor o una malformación orgánica. Porges recibió arañazos y patadas cuando intentó coger al chico, pero finalmente consiguió inmovilizarlo. Descubrió con indignación que lo que llevaba en los pantalones era una pistola .38. ¿Quién se la daría? ¿La habría robado? ¿Por qué ese niño, casi un lactante, andaba libremente por la Prisión? Carlos Porges quiso llevarlo ante el alcaide, pero apenas salieron del baño el chiquillo escapó a toda velocidad. Era absurdamente ágil. El estudiante guardó la pistola para entregarla en el momento adecuado, decidido a armar un escándalo por tan inconcebible negligencia.
Sin embargo, cuando volvía para reintegrarse al grupo, el dolor de cabeza retornó con más intensidad y generó nuevamente un sopor angustiante que disipó casi toda su voluntad. Cuando estuvo ya junto al padre, entre este y el alcaide se producía una disputa. El doctor Porges intentaba proponer un argumento que Fanta no aceptaba:
—Además el Reglamento exige que usted nos llame Magistrados —exclamó violentamente Franz Fanta—. Y no dilatemos la cosas por este incidente. Se ha determinado que realicemos un recorrido por la Prisión. Así pues, es preciso que me acompañen. La esposas, por favor.
—¿Esposas? ¿Qué esposas? —preguntó sobresaltado el juez.
—Es el Reglamento —replicó Fanta—. No íbamos a dejarlos sueltos entre tanto delincuente, ¿no? Nosotros somos los carceleros. Usted, al fin y al cabo, es un simple juez. No va a cuestionar nuestro métodos.
El abogado parecía derrumbarse. Empalideció. La voz se le quebró ante la mirada aterrorizada del hijo.
—Es verdad, todo lo que dice es verdad —sollozó.
Reanudaron el camino. En los primeros tramos del recorrido, los interiores eran los de un edificio convencional. Había oficinas escrupulosamente ordenadas, empleados pulcros trabajando sin distracciones, limpieza, organización. Franz Fanta no perdía oportunidad de exaltar sus logros como alcaide mientras dirigía el cortejo. Todo marchaba pacíficamente, y el estudiante hasta llegó a tranquilizarse. Mas un presentimiento le sobrevino cuando Fanta anunció que era preciso abordar la Plataforma para descender a los niveles inferiores de la edificación. La Plataforma era una especie de émbolo colocado en un cilindro gigantesco que había sido incrustado entre las rocas, en el espacio agreste al que se accedía después de dejar atrás las oficinas. En el punto de abordaje, unas puertas metálicas se abrían y cerraban sin ritmo, como si fueran las mandíbulas de un estúpido ser monstruoso. Los visitantes se vieron obligados a saltar para abordar el aparato. El juez, al hacerlo, cayó y se hirió. Parecía volverse cada vez más viejo.
Mientras descendían, Carlos Porges supuso, por el calor agobiante que iba en aumento, que se estaban internando en los confines de la Tierra. La plataforma viajaba a una velocidad desquiciante. Pasaron largos minutos angustiosos. Al fin, el mecanismo se detuvo. Salieron a un mundo completamente inadmisible.
Franz Fanta guió a los visitantes por senderos ocultos en la tiniebla absoluta. Al fin se vio una luz que iluminaba un enorme corredor. Caminaron por él un largo rato. Por fin encontraron una puerta. Fanta la abrió. Lo que se vio era incomprensible.
En un salón amplísimo, sobre grandes tableros luminosos, cientos de humanoides, semejantes a simios, trabajaban inclinados en el cálculo de fórmulas y la escritura de informes, según la explicación del alcaide. Al fondo, detrás de una pared de cristal, por la cual no se filtraba sonido alguno, unos individuos vestidos con overoles luminosos obligaban a beber un líquido resplandeciente a otros sujetos que evidentemente estaban enfermos, incluso moribundos. Carlos Porges intentó hacer acopio de todas sus fuerzas para preguntar qué era todo aquello, pero el alcaide pareció leerle la mente.
—No se molesten ustedes. El entendimiento humano es insuficiente para comprender lo que se hace en estos laboratorios. Solo les diré que se trabaja en el Envenenamiento y la Intoxicación, los grandes castigos.
Se dirigieron a la biblioteca. El abogado Porges iba perdiendo el pelo con cada minuto que pasaba. Asimismo, se encorvaba y trastrabillaba. Paralelamente, Porges hijo se iba empequeñeciendo. Caminaban tomados de la mano, como dos ciegos, pese a la incomodidad que les ocasionaban las esposas.
En la biblioteca, Franz Fanta habló profusamente de los volúmenes que no se podían tocar y menos leer, a excepción de los que contienen Códigos y Normativas, y explicó que, en ciertas estanterías desconocidas para él había portales que desembocaban en gigantescos panteones. Carlos Porges había asumido ya el dominio que aquel hombre había adquirido sobre su mente, de manera que no se sorprendió cuando este respondió a su pregunta antes siquiera de que, con enormes trabajos, hubiera terminado de elaborarla en la mente.
—En los panteones se agrupan, unos sobre los otros, los cadáveres de los autores más perversos de la historia —dijo.
Después se internaron en un laberinto que les pareció interminable, en el que el alcaide se deslizaba con increíble orientación, y fueron a dar por fin en el pabellón de los presos. Había que subir un pequeño promontorio, desde cuya cumbre se podía contemplar en toda su amplitud la abominable escena. Porges hijo, que se sentía como un niño en aquellos momentos, alcanzó solamente a echar un breve y horrorizado vistazo sobre el lago de lava que burbujeaba como un manantial, antes de que el resplandor le cegara y le hiciera perder la conciencia. Cuando cayó unos guardias le quitaron las esposas, le tomaron en brazos y prosiguieron con el recorrido.
Mientras perdía la razón, el juez observó que en los alrededores había pasadizos excavados en la roca viva. Unas cavernas separadas por tabiques de piedra constituían las celdas. En cada una de ellas esperaba un reo. Cada criminal era más horrible que el anterior. Se les había sometido a un procedimiento que les mantenía inmóviles aunque permanecieran vivos, como en un letargo cataléptico.
Cuando Carlos Porges volvió en sí, su padre ya era un anciano. Ya nada cabía esperar de él. Pero la degradación parecía haberle dotado de una pacífica necedad, que se expresaba en la conversación amistosa y relajada que sostenía con el alcaide.
—¿Y este quién es, alcaide Fanta? —preguntó cuando llegaron una celda apartada.
—Ah, este hombre, criminal de criminales, cuya maldad es solo comparable a la de los genocidas más atroces, es nuestro convicto tal vez más famoso: el sabio Diomedes, novelista y cirujano.
—¿Y cuál es su crimen?
—¡Ah! ¿No lo sabe? Pues, aprovechándose de su inteligencia superior, ha escrito un libro abominable.
—¿Por qué se lo considera así?
—¿No lo sabe tampoco, doctor? Veo que está usted desactualizado. Pero le explicaré con gusto: en ese espantoso volumen se reproducen punto por punto los gozos y los horrores del estado fetal. Las investigaciones reportan que, una vez asimilado el contenido del libro, el cerebro del lector genera un proceso psíquico por medio del cual es posible recrear, revivir y reanimar el placer humano primigenio, el deleite del despertar a la vida que experimenta el feto. Esto es intolerable. Cada hombre se convierte, en la lectura de esta aberración, en un pequeño dios, lleno de mounstruoso poder. El no nato es malvado por naturaleza, pero carece de toda facultad para ejercer su voluntad. No tiene inteligencia. ¡Pero piense usted en el ser irreprimible que la lectura de esta obra podría generar!
—No le entiendo bien —replicó el Juez—. ¿Podría explicarme mejor de qué trata el libro, cuál es su argumento?
—Si accediera a tal pedido, abogado, no estaría yo cometiendo el mismo crimen que este individuo?
El juez dio la razón al alcaide, pero quiso aún averiguar:
—¿Usted lo ha leído?
Los ojos de Fanta se encendieron de orgullosa maldad.
—Oh, sí, claro que sí.
Mientras tanto el preso, el tal Diomedes, como le habían presentado, se reía a carcajadas como un idiota. Fanta informó que no había recibido alimento en setenta años.
—¿Cómo es posible que sobreviva? —interrogó el doctor Porges.
—Nuestro científicos han inventado un suero que evita la muerte a estos proscritos. Aquí no se ejecuta a nadie; por el contrario, aspiramos a que los avances en nuestras investigaciones nos lleven un día a garantizales la vida eterna.
—¿Vida eterna para los criminales? —preguntó el juez extrañado.
—Sí —contestó Fanta—. Mire usted: se ha llegado a determinar que la muerte no es una buena medida en estos casos. El criminal muerto es más poderoso que en vida, pues se convierte en una suerte de mesías que inspira a otros a hacer el mal. Así se explican las atrocidades de nuestra sociedad. Es como una epidemia. En cambio, en este eterno encierro, la influencia de los crímenes es enteramente controlable.
Recorrierron calabozos en los que permanecían inmóviles los peores genocidas, antropófagos, asesinos en serie, profanadores de cuerpos, y por fin llegaron a la celda más recóndita, que Fanta calificó como ultraresguardada, aunque a simple vista era como las otras, incluso más elemental.
—Por favor, señores, cúbranse los ojos —gritó Fanta—. No es posible mirar a esta criatura. Es el mal en carne viva.
Los visitantes, los guardias que los acompañaban e incluso el alcaide se cubrieron los rostros con los sombreros y pasaron de largo. Mientras caminaba frente al criminal, el mal en carne y hueso, como le había llamado Fanta, Carlos Porges, escondido detrás de su sombrero, sintió un estemecimiento que, tontamente, le obligó a descubrirse la vista por unos instantes. Miró de reojo, pero por un segundo observó al condenado de frente, a satisfacción. La criatura maligna era una mujercilla desnuda, esquelética, que agonizaba en el piso, retorcida. A intervalos, unas mangueras instaladas en las paredes le lanzaban chorros de agua hirviente.
—¿Pero qué puede haber hecho esta pobre mujer? —se preguntaba dolorosamente Porges—. ¿Cuál será su crimen?
La ansiedad lo aquietó de tal forma que de pronto se vio rezagado. La comitiva había avanzado un gran trecho y estaba a punto de doblar una esquina antes de internarse en un nuevo pasadizo. Carlos Porges tuvo que esforzase para darles alcance.
Cuando estuvo ya entre ellos, el estudiante sintió un hedor insoportable, que al parecer provenía de su padre. El alcaide también lo había percibido, pues comunicó que el juez estaba bajo vigilancia por sus “olores sospechosos”. Ingresaron a una oficina pequeña, llena de escritorios, en la que se habían instalado también un artefacto semejante a una silla eléctrica, tres o cuatro monitores inmensos y decenas de teléfonos negros. Muchos guardias se habían formado contra una de las paredes. Al parecer, era un lugar destinado a torturas y castigos menores, pues gran cantidad de manchas de sangre y otros líquidos humanos ornaban las paredes de la habitación. Fanta se paseaba de un extremo a otro, esquivando el mobiliario; era evidente que estaba muy inquieto. De pronto se detuvo. Su rostro estaba paralizado de ira y temor.
—¡Ah! —gritó—. Se ha terminado la visita. ¡Tengo un presentimiento, señores, un presentimiento! Alguien está cometiendo un crimen atroz. ¡Un crimen!
Carlos Porges entendió entonces que no podría ocultar su culpabilidad. Un impulso irracional le llevó a introducir la mano en el bolsillo del abrigo. Apenas tocó el arma, Franz Fanta gritó triunfalmente:
—Es usted, Porges, es usted. ¡Usted, el hijo de un juez!
El abogado Porges comprendía todo. Se echó inmediatamente a los pies del alcaide. Lloraba, pedía clemencia.
—Perdónelo, por favor, es mi único hijo.
—¿Acaso ese es mi problema? —exclamó Fanta con orgullo. Luego hizo una seña a los guardias, que detuvieron al tembloroso estudiante.
Lo que sucedió a continuación fue tan confuso que incluso Franz Fanta, que estaba habituado a los acontecimientos descabellados y mantenía mientras ocurrían un control de sí mismo casi absoluto, se sintió en verdad atemorizado. Justamente cuando la sentencia para Carlos Porges iba a ser pronunciada, los mecanismos de alarma de la Prisión se encendieron y empezaron a comunicar, a través de los altoparlantes, lo que estaba aconteciendo en los niveles superiores, en las habitaciones contiguas y en el pabellón de los reos. En todos los idiomas, una voz histérica anunciaba: “Es un motín, un motín”.
El alcaide recibió una llamada. Uno de los guardias le acercó el auricular. Pasaron un par de minutos en los que Fanta solo escuchaba. Estaba pálido, rígido. Carlos Porges miraba fijamente a su padre, que se había sentado en una silla y se miraba las manos con expresión de estulticia. El hijo comprendió que estaba enloqueciendo.
—¡Ajá! —chilló Fanta de pronto, lanzando al suelo el auricular—. La han liberado, ella está libre! Tengo que irme, encárguense ustedes de estos criminales—. Y desapareció detrás de una de las puertas, con muchos guardias tras de sí.
Fue la última vez que Carlos Porges lo vio. Porges padre fue trasladado por otros guardias a una habitación contigua para ser torturado. ¡Era la primera vez en su vida que el estudiante se separaba de él! No había forma de soportarlo. Su estómago no resistió. Le condujeron a puntapiés a un baño inmundo, frío, siniestro, donde vomitó hasta sentir que en su vientre no quedaba órgano alguno. Llevaba varios minutos llorando cuando su mente concibió una idea anormal. Extrajo el arma del bolsillo del abrigo y la echó al inodoro. Jaló estúpidamente la cadena una y otra vez, hasta que los guardias se presentaron. Tomaron al preso y le esposaron. Uno de ellos metió la mano en el retrete, extrajo la pistola y dijo tranquilamente: “He aquí la evidencia”.
Pero ninguno de los guardias podía quedarse ya allí, debían acudir a sofocar la insurrección. El que había encontrado la pistola se ausentó un instante. Cuando retornó, comunicó al detenido que sería custodiado por el Agente mientras se reducía a los amotinados. La puerta estuvo abierta largos instantes antes de que el Agente se presentara. Porges no estaba preparado para esa visión. El agente apareció. ¡Era el niño sucio al que había encontrado en el baño cuando entraron al presidio! La escena fue espeluznante. El mocoso, que iba vestido con un sobretodo marrón de adulto, tropezaba constantemente. Llevaba también un sombrero ridículo que casi le cubría los ojos. Pero ya no era un niño, no lo era, su expresión era brutal. Estaba como loco, era un criminal. Las venas le surcaban los antebrazos. Se aproximó al prisionero mientras todos los guardias se alejaban escandalosamente. Lo golpeó con una fuerza increíble. Estaban ya solos. Le habían dejado a cargo de la pistola, la prueba del crimen.
Después de la ofuscación que le produjeron los golpes, Carlos Porges se dio cuenta de que el muchacho le apuntaba con el arma en la cabeza. Le insultaba salvajemente. Su voz era cavernosa, grave, con un estridor enfermizo. Volvió a golpearlo incesantemente hasta que sucumbió al cansancio.
Casi inconsciente, el joven Porges vio desde el suelo en el que yacía cómo su guardián se despojaba del abrigo y mostraba su monstruoso cuerpo desnudo, sudoroso, hirsuto, amoratado. Vio también su horrorosa e infantil erección. Ya nada tenía coherencia. Por allí apareció una mujerzuela que empezó a seducir al pequeño Agente. La erección parecía causarle grandes sufrimientos. Comenzó a lloriquear y lamentarse, con su voz siniestra, para que la mujer lo aliviara. Mas ella permaneció indiferente, y mientras más le suplicaba el chico se volvía más fría y distante. Desesperado, el Agente tomó el arma criminal. Succionó ansiosamente el cañón durante un rato. Cerró los ojos. Entonces se destapó los sesos. La sangre se confundió en el piso con la de Carlos Porges, el prisionero.
Pasaron horas enteras antes de que el estudiante fuera capaz de incorporarse. Reinaba un extraño silencio. Hacía mucho frío también. Logró avanzar hasta el cadáver del Agente, que semejaba un muñeco abandonado. Luego escuchó unos quejidos que provenían de una habitación contigua. Porges sabía que lo que le esperaba era insoportable, pero aún así quiso empujar la puerta. La figura del padre fue apareciendo con lentitud. Se miraron fijamente. El juez estaba encogido sobre el retrete, defecando, asistido por dos guardias, que lo tomaban de las manos. Uno de ellos le acariciaba cariñosamente la calva con la mano libre. Los ojos se salían de la cara enrojecida del viejo. Los pantalones, replegados sobre los zapatos, dejaban ver sus canillas manchadas de heces. Hacía gestos ridículos, tensos, lagrimeaba y pujaba rodeado por su propia hediondez.
—Usted será castigado ahora, Porges —dijo Fanz Fanta, muy lejos de allí. Las palabras resonaron en la mente del estudiante. Fue el momento en que recordó la manera absurda en que había empezado aquella noche. Por orden de Fanta, que hablaba dentro de su cabeza, cientos de imágenes inconexas desfilaron vertiginosamente por su cerebro. Al final le comunicó su sentencia: sería envenenado hasta perder todas las facultades mentales que había adquirido durante su vida como humano.
Y debió enfrentase a eso. No es posible describir ni siquiera aproximadamente la manera en que el joven estudiante Carlos Porges fue despojado de su inteligencia y su voluntad. Solo se puede saber, porque esto fue visto y registrado, que le tomaron entre muchos y le obligaron a tragarse una cápsula resplandeciente, y que luego le desnudaron, urgaron en su recto y le introdujeron un supositorio inmenso que resbaló rápidamente por sus entrañas. Tal vez alcanzó a fantasear con la idea de que agonizaba. En realidad era que su cerebro temblaba y se deshacía, y su pobre mente retornaba a la estupidez, a la inconciencia, a la inutilidad, al vacío.
Poco antes de extinguirse, el pequeño Porges observó a la Madre, con unos ojos que tal vez conservaban, ¡quién sabe!, algo de lucidez. Pero es seguro que se sentía feliz. La Madre había sido capturada, la pena por su crimen atroz se duplicaría. Era un nuevo logro de Franz Fanta, el dueño de los crímenes y los castigos. Parecía más desnutrida que cuando yacía en la celda, rociada con agua hirviente, retorciéndose en su dolor. Apenas vio a su hijo desnudo y babeante, recogido sobre sí mismo, los senos se le inflamaron. Empezó a amamantarlo. Porges necesitaba ser tragado por esa criatura que le hacía tanto bien. Succionó con avidez. La leche que le caía en la cara era tan abundante y tan dulce que deseó asfixiarse en ella hasta desaparecer.

martes, 20 de octubre de 2009

La epifanía infernal de W. Burroughs

Benway
Fragmeno de EL ALMUERZO DESNUDO
William Burroughs




Me encargan que contrate los servicios del doctor Benway para Islam S.A.

El doctor Benway ha sido llamado como consejero de la República de Libertonia, un lugar dedicado al amor libre y los baños continuos. Sus ciudadanos son equilibrados, conscientes, honrados, tolerantes y, por encima de todo, limpios. Pero el hecho de acudir a Benway indica que no todo anda bien tras esa higiénica fachada: Benway es un manipulador y coordinador de sistemas simbólicos, un experto en todos los grados de interrogación, lavados de cerebro y control. No había vuelto a ver a Benway desde su precipitada marcha de Anexia, donde estaba a cargo de la D.T.: Desmoralización Total.
Su primera medida fue suprimir los campos de concentración, las detenciones en masa y, excepto en algunas circunstancias especiales y limitadas, la tortura.

- Aborrezco la brutalidad - dijo -. No es eficaz. Y además los malos tratos prolongados sin llegar a la violencia física, causan, si se aplican adecuadamente, angustia y un especial sentimiento de culpa. Han de tenerse bien presentes unas cuantas normas o, mejor, ideas directrices. El sujeto no debe darse cuenta de que los malos tratos son un ataque deliberado contra su identidad por parte de un enemigo anti-humano. Debe hacérsele sentir que cualquier trato que reciba lo tiene bien merecido porque hay algo (nunca preciso) horrible en él que le hace culpable. Los adictos al control tienen que cubrir su necesidad desnuda con la decencia de una burocracia arbitraria e intrincada, de manera tal que el sujeto no pueda establecer contacto directo con su enemigo.


Todos los ciudadanos de Anexia fueron obligados a solicitar y llevar siempre encima una carpeta entera de documentos. Los ciudadanos podían ser interpelados por la calle en cualquier momento; y el Examinador, que podía ir vestido de calle o con diversos uniformes, con frecuencia en traje de baño o en pijama, otras veces desnudo completamente a no ser una insignia colgada del pezón izquierdo, después de comprobar todos los papeles, los sellaba. En la siguiente inspección, el ciudadano tenía que enseñar los sellos correspondientes a la última inspección. Si el Examinador detenía a un grupo numeroso se limitaba a comprobar y sellar los documentos de unos pocos. A partir de entonces los otros podían ser detenidos por no tener los papeles con los sellos correctos. La detención tenía carácter provisional, es decir, que el prisionero sería puesto en libertad cuando el Arbitro Adjunto de Explicaciones aprobase su Atestado de Explicaciones, debidamente firmado y sellado, si lo aprobaba. Dado que este funcionario rara vez aparecía por su despacho y el Atestado de Explicaciones tenía que presentarse personalmente, los explicadores se pasaban semanas y meses enteros esperando en oficinas heladas, sin sillas ni servicios higiénicos.

Los documentos se rellenaban con tinta volátil, se volvían papeletas de empeño caducadas. Constantemente se necesitaban nuevos documentos. Los ciudadanos corrían de una oficina a otra en un frenético intento de cumplir plazos imposibles. Se hicieron desaparecer todos los bancos de plazas y parques, fueron desecadas las fuentes, destruidos flores y árboles. En el tejado de las casas de apartamentos (todos vivían en apartamentos), sonaban cada cuarto de hora una sirenas tremendas. A menudo las vibraciones arrojaban a la gente de la cama. Grandes reflectores barrían la ciudad toda la noche (estaba rigurosamente prohibido usar persianas, cortinas, contraventanas o postigos).

Nadie miraba a nadie por miedo a las estrictas leyes que castigaban todo intento de molestar a otro, con o sin palabras, con cualquier propósito, sexual o no sexual. Cafés y bares estaban cerrados. Se necesitaba un permiso especial para comprar bebidas alcohólicas, y el licor así obtenido no podía ser vendido, regalado ni transferido a ninguna otra persona, y la presencia de cualquier otro en la habitación se consideraba prueba concluyente de tentativa de transferir alcohol.

Nadie estaba autorizado a cerrar la puerta con cerrojo, y la policía tenía llaves maestras de todas las habitaciones de la ciudad. Acompañados por un mentalista, irrumpían en las casas y se ponían "a buscarlo".

El mentalista los guía hacia lo que el individuo desea ocultar: un tubo de vaselina, una lavativa, un pañuelo con una corrida, un arma, bebidas de contrabando. Y siempre someten al sospechoso al registro más humillante para su persona, desnudándole y haciendo toda clase de comentarios burlones y despectivos sobre su cuerpo. Más de un homosexual en potencia acabó con camisa de fuerza después de que le metieran vaselina por el culo. O se paran delante de cualquier objeto. Un limpiaplumas o una horma.

- ¿Y eso para qué sirve?

- Es un limpiaplumas.

- Dice que es un limpiaplumas.

- Desde luego, hay que oír de todo.

- Creo que no necesitamos más. Venga con nosotros.

Tras unos meses de este sistema, los ciudadanos se acurrucaban en los rincones como gatos neuróticos.

Naturalmente, la policía de Anexia utilizaba un sistema tipo producido en serie para el control de sospechosos, saboteadores y disidentes políticos. Sobre los interrogatorios de sospechosos, Benway dice lo siguiente:
- Si bien en general evito el empleo de torturas - la tortura localiza al oponente y moviliza la resistencia - la amenaza de tortura es útil para inducir en el sujeto el sentimiento adecuado de impotencia ante y gratitud hacia el interrogador que no llega a usarla. Y la tortura puede usarse fructíferamente como pena cuando el sujeto ha adelantado en el tratamiento lo suficiente como para aceptar el castigo como cosa merecida. Con este fin ideé varias clases de procedimientos disciplinarios. Uno de ellos se conocía por "la centralita". En los dientes del sujeto se fijan unas fresas eléctricas que pueden ser puestas en marcha en cualquier momento y se indica al detenido que haga funcionar una centralita arbitraria, que introduzca determinadas clavijas en determinados agujeros en respuesta a unas señales de timbres y luces. Cada vez que comete un error las fresas giran durante veinte segundos. Las señales van siendo aceleradas gradualmente, siempre por encima del tiempo de reacción. Media hora en la centralita y el sujeto se derrumba como una máquina de pensar sobrecargada.

» El estudio de las máquinas pensantes nos enseña sobre el cerebro más de lo que podemos aprender con métodos introspectivos. El hombre occidental se exterioriza a sí mismo a través de artefactos. ¿Se han metido coca en la vena alguna vez? Pega directamente en el cerebro, activando conexiones de placer puro. El placer de la morfina en las vísceras: después de un pinchazo se escucha el propio cuerpo. Pero la blanca es electricidad en el cerebro y el hambre de coca es puramente cerebral, una necesidad sin cuerpo ni sensaciones. El cerebro cargado de coca es un billar eléctrico enloquecido, lanzando destellos azules y rosa en un orgasmo eléctrico. Un cerebro electrónico puede sentir el placer de la coca, los primeros latidos de la repugnante vida invertebrada. El ansia de blanca dura sólo unas horas, mientras permanecen estimulados los conductos de la coca. Naturalmente, el efecto de la C podría ser producido mediante una corriente eléctrica que activase los conductos de la C...

» Después de un tiempo, esos conductos se gastan, como las venas, y el adicto tiene que encontrar otros nuevos. Siempre hay una vena que se recupera a tiempo, y con una rotación habilidosa de las venas, el yonqui puede arreglárselas perfectamente si no se excede en el uso. Pero las células del cerebro quemadas no tienen arreglo y el adicto sin células se queda en una posición terriblemente jodida.

» Aposentados sobre huesos viejos y excrementos y chatarra ferruginosa, en medio de un calor de altos hornos, un panorama de idiotas desnudos se extiende hasta el horizonte. En silencio absoluto - tienen destruido el centro del lenguaje - excepto el crujido de las chispas y chisporroteo de la carne chamuscada al aplicar electrodos a lo largo de la columna vertebral. Un humo blanco de carne quemada flota en el aire inmóvil. Un grupo de niños tiene a un idiota atado a un poste con alambre de espino y le encienden una hoguera entre las piernas y contemplan con curiosidad bestial el ascenso de las llamas por sus muslos. El fuego hace crepitar su carne con la agonía del insecto.

» Pero me estoy saliendo del tema, como de costumbre. Hasta que tengamos un conocimiento más preciso de la electrónica del cerebro, las drogas seguirán siendo una herramienta esencial del interrogador en su ataque a la identidad del sujeto. Los barbitúricos resultan, desde luego, virtualmente inútiles. Es decir, quien pueda ser doblegado por ese medio, sucumbiría también bajo los métodos puerlies usados en cualquier comisaría norteamericana. La escopolamina suele ser eficaz para anular la resistencia, pero entorpece la memoria: el agente se muestra dispuesto a revelar sus secretos pero es incapaz de recordarlo, o se le mezclan inextricablemente las coartadas previstas con la información auténtica. La mescalina, la harmalina, el LSD6, la bufotenina, la muscarina tienen éxito en muchos casos. La bulbocapnina induce un estado próximo a la catatonia esquizofrénica... se han observado casos de obediencia automática. La bulbocapnina deprime el cerebro posterior, probablemente dejando inactivos los centros motores del hipotálamo. Otras de las drogas que ha producido esquizofrenia experimental - mescalina, harmalina, LSD6 - son estimulantes del cerebro posterior. En la esquizofrenia, el cerebro posterior es deprimido y estimulado alternativamente. A menudo, la catatonia va seguida de un período de excitación y activiad motriz durante el cual el demente corre por los pabellones haciendo pasar a todos un mal rato. Es frecuente que los esquizofrénicos profundos se nieguen a moverse y se pasen la vida en la cama. La "causa" ( el pensamiento causalista nunca logra dar una descripción precisa del proceso metabólico... limitaciones del lenguaje en uso) de la esquizofrenia sería una perturbación de la función reguladora del hipotálamo. Dosis alternas de LSD6 y bulbocapnina - ésta potenciada con curare - permiten obtener un alto grado de obediencia automática.
» Hay otros procedimientos. Puede provocarse una profunda depresión en el sujeto administrándole grandes dosis de bencedrina durante varios días. Y la psicosis se induce mediante la administración continuada de dosis elevadas de cocaína o demerol, o la supresión brusca de barbitúricos tras un suministro prolongado. Puede también hacérsele adicto a la dihidroxiheroína y suprimirle después la droga (este compuesto es cinco veces más adictivo que la heroína y el síndrome de carencia es proporcionalmente severo).

» Hay varios "métodos psicológicos": el psicoanálisis compulsivo, por ejemplo. Se pide al sujeto que haga una hora de "libre asociación" todos los días (en casos en los que el tiempo no es fundamental): -"Vamos, vamos. No seamos negativos, muchacho. Papá llamará al hombre malo. Se llevará al niño a dar un paseo hasta la centralita".

» El caso de una agente que olvidó su verdadera identidad y se fusionó con su coartada -y sigue de intermediaria en Anexia -, me sugirió otro truquito. Un agente está entrenado para negar su condición de tal afirmando una coartada. Entonces ¿por qué no hacer jiu- jitsu psíquico y seguirle la corriente? Sugerirle que la identidad de la coartada es la suya y no tiene otra. Su identidad de agente se vuelve inconsciente, es decir, escapa a su control; y así se la puede hacer salir a la superficie con drogas e hipnotismo. Por este sistema se puede hacer un invertido de un ciudadano heterosexual cualquiera... es decir, reforzar y segundar el rechazo de las tendencias homosexuales generalmente latentes, y al mismo tiempo privarle de mujeres y someterlo a estímulos homosexuales. Luego drogas, hipnosis y ... - Benway agitó una mano fláccida.

» Hay muchos sujetos vulnerables a la humillación sexual. Desnudez, estimulación con afrodisíacos, vigilancia constante para incomodar al sujeto e impedirle el alivio masturbatorio (durante el sueño, las erecciones hacen sonar automáticamente un enorme zumbador eléctrico que vibra la cama y arroja al sujeto a una bañera de agua fría, lo que reduce al mínimo al número de poluciones nocturnas). Trucos para hipnotizar a un sacerdote, explicarle que está a punto de consumar una unión hipostásica con el Cordero, y luego poner a un acrnero verriondo a darle por el culo. Después de esto el Interrogador obtienen un control hipnótico absoluto, y el sujeto acudirá a su silbido, se cagará en el suelo con que le diga "ábrete sésamo". No es preciso decir que el sistema de humillación sexual está contraindicado en la homosexualidad declarada. (Es decir, hay que abrir bien los ojos y recordar las viejas consignas... nunca se sabe quién está escuchando.) Recuerdo a un chico al que condicioné para que se cagase al verme. Luego le limpiaba el culo y me lo follaba. Cosa sabrosa. Y además, era un chico encantador.. Y a veces un sujeto se echa a llorar como un niño porque no puede evitar el eyacular cuando se lo follan. Bien, como se ve claramente, las posibilidades son infinitas, como los senderos que se bifurcan en un grande y hermoso jardín. Estaba empezando a rascar esa adorable superficie cuando fui depurado por los aguafiestas del Partido... En fin, son cosas de la vida.

Llego a Libertonia, el país más limpio e insípido que conozco. Benway es el director del C.R., Centro de Reacondicionamiento. Caigo por allí y los "¿Qué ha sido de tal y de cuál?" dan respuestas como "Sidi Idriss Smithers, alias el Bufaire, se vendió a la Ley por un suero de la eterna juventud. Para hacer tonterías no hay como una carroza". "Lestes Stroganoff Smunn, El Hassein, se volvió latah tratando de lograr el P.O.A.(Proceso de Obediencia Automática)perfecto. Un mártir de la investigación..." (El latah es un estado que aparece en el Sudeste asiático. Los latahs, que en otros aspectos son normales, imitan compulsivamente todos los movimientos una vez que se ha atraído su atención con un mero chasquido de los dedos o una voz de mando. Un forma de compulsión hipnótica involuntaria. A veces se causan heridas a sí mismos al tratar de imitar los movimientos de varias personas al mismo tiempo.)

- Le contaré un secreto atómico. Interrúmpame si ya lo sabe.

El rostro de Benway conserva su forma bajo el flash de urgencia, sujeto en cualquier momento a resquebrajamientos o metamorfosis indescriptibles. Parpadea como una imagen que entra y sale de foco.

- Venga - dice Benway -, le enseñaré el C.R.

Avanzamos por un largo vestíbulo blanco. La voz de Benway se infiltra en mi conciencia desde un lugar impreciso... una voz sin cuerpo, unas veces clara y sonora, otras apenas audible, como música en una calle ventosa.

- Grupos aislados como los indigenas del archipiélago Bismarck. Entre ellos no hay homosexuales declarados. El matriarcado de los cojones. Todos los matriarcados anti-homosexuales, conformistas prosaicos. Si se encuentra en un matriarcado camine, no corre, hacia la frontera más cercana. Si corre, algún polizonte marica frustado o en potencia le pegará un tiro. ¿Así que hay quien quiera establecer una cabeza de puente de homogeneidad en unos mataderos de potenciales como Europa y EE.UU.? Otro jodido matriarcado, mal que le pese a Margaret Mead... otro mal sitio. Pelea de bisturíes con un colega en el quirófano. Y mi ayudante, la babuino, saltó sobre el paciente y lo hizo pedazos. Los babuinos siempre atacan a la parte más débil en un altercado. Y hacen bien. No debemos nunca olvidar nuestra gloriosa herencia simiesca. El doctor Browbeck tuvo parte en la segunda parte. Abortista retirado, vendedor de droga (en realidad era veterinario), incorporado al servicio cuando la escasez de mano de obra.
Bueno, el doctor se había pasado toda la mañana en la cocina del hospital tirando viajes a la enfermas y cociéndose con gas ciudad y Klim; y justo antes de la operación, se metio un lingotazo doble de nuez moscada, para darse ánimos.

(En Inglaterra, y especialmente en Edimburgo, los ciudadanos hacen pasar el gas ciudad a través de un filtro de Klim - una forma terrible de leche en polvo que sabe a tiza rancia - y se tragan el resultado. Empeñan todos sus bienes en pagar la factura del gas y cuando el hombre aparece para cortárselo por falta de pago, sus aullidos se oyen a kilómetros de distancia. Cuando un ciudadano está enfermo de carencia dice que "tiene la cocina limpia" o que "se le ha subido la estufa a la espalda".

Nuez moscada. Cito un artículo mío sobre estupefacientes aparecido en el British Journal of Addiction (ver "Apéndice"): «Presos y marineros recurren a veces a la nuez moscada. Se traga una cucharada con un poco de agua. Resultados vagamente similares a la marihuana más los efectos secundarios de náusea y dolor de cabeza. Existen varios estupefacientes de la familia de la nuez moscada usados por los indios de América del Sur. Suelen usarse aspirando el polvo seco de la planta molida. Los hechiceros toman esas sustancias tóxicas y entran en estados convulsivos, y se atribuye significado profético a sus gestos y a sus parloteos incoherentes. »

- Yo tenía resaca de yagé y no estaba en condiciones de aguantar las cagadas de Browbeck. Lo primero con lo que me sale es que tengo que hacer la incisión desde atrás en vez de delante, murmurando no sé qué estupideces sobre que si se corta la vesícula biliar se joderá la carne. Se creía que estaba en una granja limpiando un pollo. Le dije que metiera la cabeza en el horno y abriese el gas, y el tipo tuvo el descaro de empujarme la mano con lo que me hizo seccionar la arteria femoral del paciente. Un chorro de sangre saltó a los ojos del anestesista que echó a correr dando voces por el vestíbulo. Browbeck intentó pegarme un rodillazo en la ingle, pero conseguí desjarretarlo de un tajo de bisturí. Se arrastró por el suelo tirándome puñaladas en las
piernas. Mi ayudante Violeta, la babuino - la única mujer que me importó algo alguna vez - , estaba realmente cabreada. Me subí a la mesa y me disponía a saltar con los pies sobre Browbeck cuando entro la pasma.

» Bien, pues puede decirse que ese escándalo en el quirófano, "ese incalificable suceso", como dijo el Super, fue el golpe definitivo. Los lobos estaban acorralando ya a su presa. Crucifixión, es la palabra justa. Yo también habiá hecho alguna estupidez aquí o allá. ¿Quién no? Aquella vez, por ejemplo, que el anestesista y yo nos bebimos todo el éter y el paciente se despertó, y me acusaron de cortar la cocaína con detergente. Era cosa de Violeta. Tuve que protegerla, claro está...

» Total, y en resumen, que nos apearon a todos del negocio. No es que Violeta fuera una matasanos por lo legal, ni tampoco Browbeck, si nos ponemos así, pero llegar a poner en duda mi título... Además de que Violeta sabía más de medicina que toda una clínica junta. Tenía una intuición extraordinaria y un elevado sentido del deber.

» Así que me encontré en al calle y sin diploma. ¿Iba a cambiar de oficio? No. Llevaba la medicina en la sangre. Me las arreglé para mantenerme en forma haciendo abortos baratos en los retretes del metro. Me rebajé hasta a ofrecerme por la calle a las embarazadas. Algo decididamente poco ético. Entonces conocí a un gran tipo, Juan Placenta, el rey de las secundinas. Se lo montó en la guerra a base de abortones. (Los abortones son terneros prematuros que arrastran las secundinas y bacterias, y generalmente en malas condiciones de salubridad y viabilidad. Un ternero no puede venderse para carne hasta tener un mínimo de seis semanas. Antes de esa fecha se clasifica como abortón. El tráfico de estos terneros está rigurosamente prohibido.) Bien, pues Juanito controlaba una flota de cargueros bajo bandera absinia para eludir restricciones molestas. Me dio un puesto de médico a bordo del Filiarisis, el trasto más roñoso que haya surcado los mares. Operaba con una mano, apartaba a las ratas del
paciente con la otra, chinches y escorpiones llovían de techo.

» Hasta que hay alguien que quiere homogeneidad en este momento. Se puede, pero cuesta. Me aburre todo el proyecto... Hemos llegado... El callejón del hastío.

Benway dibuja un esquema en el aire y se abre una puerta. Entramos y vuelve a cerrarse. una gran sala con destellos de acero inoxidable, suelos de baldosas blancas, paredes de cristal. Camas a uno de los lados. Nadie fuma, nadie lee, nadie habla.

- Venga a verlos de cerca - dice Benway.

Me acerco y me detengo delante de un hombre que está sentado en la cama. Le miro a los ojos. Nadie, nada me devuelte la mirada.

- D.N.I.- dice Benway - Deterioro Nervioso Irreversible. Liberación excesiva, podriamos decir... una rémora para el negocio.

Paso la mano ante los ojos del hombre.

- Sí - dice Benway -, todavía tienen reflejos. Mire esto.

Benway saca una chocolatina del bolsillo, le quita el papel y la pone delante de las narices del hombre. El hombre huele. Sus mandíbulas empiezan a moverse. Hace ademanes como de agarrar. La saliva se le sale de la boca y le escurre por la barbilla, en largos colgajos. El estómago hace ruidos. El cuerpo entero se retuerce con movimientos peristálticos. Benway da un paso atrás con la chocolatina en alto. El hombre cae de rodillas, echa la cabeza hacia atrás y ladra. Benway le tira el chocolate. El hombre le lanza un bocado, falla, se revuelve por el suelo haciendo ruidos babosos. Se mete debajo de la cama, encuentra el chocolate y se lo empapuza a dos manos.

- ¡Dios! Estos DIs no tiene nada de clase.

Benway llama al enfermero que está sentado al fondo de la sala leyendo un libro de comedias de J.M.Barrie.

- Sáqueme a estos puñeteros DIs de aquí. Son un corte. Es malo para el turismo.

- ¿Qué hago con ellos?

- ¿Y yo qué coño sé? Yo soy un científico. Un científico puro. Sáquelos de aquí y basta. No quiero tener que verlos más. Son gafes.

- Pero ¿cómo?¿dónde?

- Los conductos correspondientes. Avise al Coordinador de Distrito o como quiera que se llame... Cambia de nombre cada semana. Dudo que exista.

El doctor Benway se para ante la puerta y se vuelve a mirar a los DNIs.

- Nuestros fracasos - dice -. En fin, son gajes del oficio.

- ¿Se recupera alguno?

- No volverán, una vez idos nunca volverán - canturrea Benway -. Esta otra sala tiene algún interés.

Los pacientes forman grupos, hablan y escupen al suelo. La droga flota en el aire como una niebla gris.

- Es reconfortante - dice Benway - ver a estos adictos esperando a su Hombre. Hace seis meses estaban todos esquizofrénicos. Algunos no se habían levantado de la cama durante años. Mírelos ahora. En todos mis años de profesión, no he visto nunca a un yonqui esquizofrénico, pese a que los yonquis suelen dar el tipo físico de los esquizos. Si quiere curar a alguien de algo, averigüe quiénes no lo tienen. Oh, a propósito, hay una región de Bolivia en la que no se dan psicosis. Quisiera ir allí antes que se eche a perder con alfabetizaciones, publicidad, televisión y automóviles. Hacer un estudio estrictamente a partir del metabolismo: alimntación, uso de drogas y alcohol, sexo, etc. ¿A quién le interesa lo que piensan? Las mismas tonterías que pensamos todos, me atrevería a decir.

» ¿Y por qué no padecen esquizofrenia los yonquis? Todavía no lo sé. Un esquizofrénico es capaz de ignorar el hambre y morirse de inanición si no le dan de comer. Pero nadie puede ignorar la carencia de heroína. La adicción es un hecho que obliga al contacto.

» Pero éste es sólo un aspecto. La mescalina, el LSD6, la adrenalina en mal estado, la harmalina, pueden priducir una esquizofrenia aparente. Y el mejor producto es el que se extrae de la sangre de los esquizos; así pues, la esquizofrenia es como una psicosis por drogas. Es una conexión metabólica, un Traficante Interior se podría decir.

- En el estado terminal de la esquizofrenia, el cerebro posterior está deprimido permanentemente, mientras que el anterior carece casi de contenido, dado que el cerebro anterior sólo actúa como respuesta a los estímulos del posterior.

» La morfina actúa como antídoto de la estimulación del cerebro posterior, al igual que al sustancia esquizofrénica(nótese la similitud entre el síndrome de carencia y la intoxicación con ayahuasca o LSD6). Un posible efecto secundario de la droga - en especial los casos de adicción a la heroína en que el adicto tiene acceso a grandes dosis - es la depresión permanente del cerebro posterior, y un estado muy parecido a la esquizofrenia terminal: falta absoluta de afectividad, autismo, virtual ausencia de actividad en el cerebro. El adicto puede pasarse ocho horas mirando la pared. Tiene conciencia de lo que le rodea, pero carece de connotaciones emocionales y, por consiguiente, de interés. Recordar un período de adicción fuerte es como escuchar una grabación de acontecimientos vividos sólo por el cerebro anterior. Relación escueta de acontecimientos exteriores: "Fui a la tienda y compré un poco de azúcar morena. Llegué a casa y comí medio paquete. Me puse una inyección de tres granos, etc". Recuerdos totalmente desprovistos de nostalgia. Sin embargo, tan pronto como el nivel de droga desciende bajo par, el flujo de la carencia inunda el cuerpo.

» Si todo placer es alivio de tensiones, la droga suministra un alivio de todo el proceso vital, al desconectar el hipotálamo, control de la líbido y de la energía psíquica.

» Algunos de mis doctos colegas (innombrables tontos del culo), han sugerido que la droga produce su efecto euforizante por estimulación directa del centro del orgasmo. Parece más probable que la droga lo que hace es interrumpir todo el ciclo, tensión, descarga, descanso. El orgasmo no cumple función alguna para el adicto. El aburrimiento, que indica siempre una tensión no descargada, jamás afecta al adicto. Puede pasar ocho horas mirándose los zapatos. Sólo pasa a la acción cuando se vacía el reloj de arena de la droga.

Al fondo de la sala, un enfermero lecanta un cierre metálico y lanza un reclamo para cerdos. Los yonquis se precipitan gruñendo y chillando.

- Un tipo listo - dice Benway -. Nada de respetar la dignidad humana. Ahora le enseñaré la sala de los delincuentes y pervertidos leves. Sí, aquí la delincuencia es una perversión menor. No niegan el contrato social de Libertonia. Se limitan a tratar de eludir alguna cláusula. Reprensible, pero no demasiado serio. Por aquí abajo... Dejaremos las salas 23, 86, 57 y 97... y el laboratorio.

- ¿Los homosexuales están clasificados como pervertidos?

- No. Recuerde el archipiélago de Bismarck. No hay homosexualidad declarada. Un estado-policía que funcione no necesita policía. A nadie se le ocurre que la homosexualidad sea una conducta concebible... En un matriarcado la homosexualidad es un delito político. Ninguna sociedad tolera el rechazo declarado de sus principios fundamentales. Aquí no estamos en un matriarcado, Insh'allah. Conocerá usted el experimento que consiste en someter unas ratas a electroshock e inmersión en agua fría apenas se acercan a una hembra. Pronto se vuelven todas ratas maricas, y si una de esas ratas chillase «soy una loca y me encaaaanta serlo» sería una rata normal. Durante mi más bien breve experiencia como psicoanalista - puntos de fricción con la Sociedad - a un paciente le dio ataque de locura y salió corriendo por la Estación Central con un
lanzallamas, dos se suicidaron y otro se me murió en el diván como una rata de selva (las ratas de selva llegan a morirse si se encuentran repentinamente en una situación desesperada). Sus parientes se cabrean y yo les digo: «Son gajes del oficio. Llévense este fiambre de aquí. Me deprime a los pacientes vivos.» Me di cuenta de que todos los pacientes homosexuales manifestaban fuertes tendencias heterosexuales inconscientes y los heteros tendencias homosexuales inconscientes.

- ¿Y qué concusiones saca usted?

- ¿Conclusiones? Absolutamente ninguna. Era una observación de pasada.

Estamos almorzando en el despacho de Benway y suena una llamada.

- ¿Cómo...? ¡Monstruoso! ¡Fantástico...! Siga con ello y espere.

Colgó el teléfono.

- Estoy dispuesto a aceptar de inmediato el cargo en Islam S.A. Al parecer el cerebro electrónico se ha vuelto loco jugando al ajedrez de dimensiones con el Técnico y ha soltado a todos los sujetos del C.R. Hemos de llegar al tejado. Está prevista la Operación Helicóptero.

Desde el techo del C.R. asistimos a una escena de horror sin igual. Los DIs andan por delante de las mesas de café con largos hilos de saliva colgándoles de la barbilla y los estómagos haciendo sonoros gorgoteos, otros eyaculan a la vista de las mujeres. Los latahs imitan a los transeúntes con obscenidad de monos. Los yonquis han saqueado las farmacias, se chutan por las esquinas... Los catatónicos decoran los parques... Los esquizofrénicos se apresuran por las calles con gran agitación lanzando gritos desgarradores, inhumanos. Un grupo de PRs - Parcialmente Reacondiciondos - tienen rodeados a unos turistas homosexuales y les hacen ver sus cráneos nórdicos sobrepuestos con horribles sonrisas comprensivas.

- ¿Qué quieren? - suelta una de las locas.

- Queremos comprenderles.

Un contingente de simiópatas dan aullidos colgados de farolas, balcones y árboles, cagando y meando encima de los transeúntes. (Un simiópata - no recuerdo el nombre científico de esta anomalía - es un ciudadano convencido de ser un mono, u otro simio. Es una anomalía propia de la vida militar que se cura con el licenciamiento.) Los enloquecidos del amok corretean cortando cabezas a su paso, con rostros dulces y remotos y sonrisa flotante... Ciudadanos con bang-utot incipiente se aferran a sus penes y piden auxilio a los turistas... Salteadores árabes lanzan gritos y alaridos, castran, destripan, arrojan gasolina inflamada... Unos bailarines hacen strip-tease con intestinos, hay mujeres que se meten genitales seccionados en el coño, los raspan, los golpean, los agitan ante el hombre elegido. Fanáticos religiosos en helicópteros arengan a las multitudes y hacen llover tabletas de piedra que contienen mensajes sin sentido... Hombres-leopardo desgarran a la gente con sus garras de hierro, entre toses y rugidos. Iniciados de la Sociedad de Canibalismo Kwakiutl arrancan narices y orejas a mordiscos...

Un coprófago recoge un plato, caga encima y se come la mierda, exclamando: «¡Mmmm, qué rica está!»

Un batallón de pelmazos desenfrenados merodea por calles y hoteles en busca de víctimas. Un intelectual de vanguardia: «Es evidente que la única literatura válida de hoy en día es la que se halla en los informes y las revistas científicas», le ha puesto a alguien una inyección de bulbocapnina y se dispone a leerle un folleto sobre «el uso de la neohemoglobina en el control del granuloma degenerativo múltiple». (Naturalmente, el informe es una pura jerigonza, compuesta e impresa por él.)

Sus primeras palabras: «Me parece usted persona inteligente».(Palabras de mal agüero siempre, muchacho... Cuando las oigas no debes preparar la huida, sino largarte de inmediato)

Un oficial de colonias inglés ayudado por cinco policías jóvenes, ha detenido a un sujeto en la barra del club: «¿Conoce Mozambique?», y se lanza a la saga interminable de su paludismo:

- Así que el médico me dijo: «Lo único que le aconsejo es que abandone la región. De lo contrario acabaré enterrándole a usted.» El matasanos ese se dedica también a las pompas fúnebres. Un poco de aquí, otro poco de allí, digamos, y de vez en cuando se daba a sí mismo un trabajito que hacer. - A la tercera ginebra, cuando ya te vaya conociendo, se pasa a la disentería -. La evacuación es de lo más extraordinario. De un color más o menos amarillo blancuzco, como lefa rancia, y pringosa, ya sabe.

Un explorador de salacot ha derribado a un ciudadadano con una cerbatana de dardos con curare. Le hace la respiración artificial con un pie. (El curare mata por parálisis pulmonar. No tiene ningún efecto tóxico; no es, estrictamente hablando, un veneno. Si se le hace respiración artificial, el sujeto no morirá. El curare se elimina muy rápidamente por los riñones.)

- Eso era el año de la fiebre bovina, cuando se moría todo, hasta las hienas... Así que allí estaba yo, en las fuentes de Culodemono, y sin una gota de vaselina. Cuando llegó por paracaídas mi gratitud fue indescriptible... Por cierto, que hasta ahora no se lo había contado a ningún bicho viviente... plagas esquivas...- su voz resuena a través del vasto vestíbulo vacío de un hotel estilo 1890, terciopelos rojos, plantas de caucho, dorados y estatuas -. Fui el único blanco iniciado en la infame Sociedad Agouti, que presenció y participó en sus ritos innombrables.

La Sociedad Agouti ofrece una fiesta Chimú. (Los Chimús del antiguo Perú eran muy dados a la sodomía y en algunas ocasiones libraban batallas a garrotazos que llegaban a causar varios cientos de bajas en una tarde.) Los jóvenes, retándose y jugueteando con los garrotes, se agolpan en el campo. Comienza la batalla.

La fealdad del espectáculo, amable lector, sobrepasa toda descripción. ¿Quién puede ser un vil cobarde meado de miedo y al mismo tiempo un vicioso mandril culimorado, alternando tan deplorables estados como escenas de vodevil? ¿Quién puede cagar sobre un adversario caído que, moribundo, come la mierda y grita de júbilo? ¿Quién puede ahorcar a un débil mental para recibir su esperma en la boca como un perro vicioso? Con gusto, amable lector, haría gracia de estos detalles, pero mi pluma, como el viejo marinero, tiene su propia voluntad. ¡Oh, Cristo bendito, qué escena ésta! Un chulo joven y bestial hace saltar el ojo de su compañero y se la mete por el cerebro. «Este cerebro ya está atrofiado, y más seco que el coño de la abuela.»

Se convierte en un macarra rockero:

- A tomar por el saco la muy puta. Como un crucigrama, ¿qué relación tiene conmigo el resultado si no hay resultado? ¿Mi padre ya o todavía no? A ti no puedo joderte, Jack, estás a punto de ser mi padre, mejor sería cortarte el cuello y follarme a mi madre a las claras que joder a mi padre o viceversa mutatis mutandis según y cómo, y cortarle el cuello a mi madre, bendita puta, aunque sería la mejor manera de atajar esa horda de palabras y congelar su cuenta corriente. O sea que cuando a uno lo paran en el cambio de agujas no sabe si poner el culo al «padre eterno» o hacerle un corte a la navaja a la señora. Dame dos coños y una picha de acero y procura no meter tu cochino dedo en mi plato, capullo, ¿qué te crees que soy, un receptor con el culo morado huido ya de Gibraltar? Macho y hembra. Los castró él. ¿Hay alguien que no distinga los sexos? Te cortaré el cuello, blanco hijo de puta. Sal a la luz como nieto mío y enfréntate a tu madre por nacer en dudosa batalla. La confesión jodió su obra maestra. Le corté el cuello al portero por un puro error de identidad, era un polvo tan terrible como el viejo. Y en la carbonera todas las pollas son iguales.

Volvamos pues al campo de batalla. Un joven ha penetrado a su camarada en tanto otro amputa la parte más orgullosa del estremecido beneficiario de su vergajo de modo que el miembro visitante proyecta llenar el vacío que natura aborrece y eyacula en la Laguna Negra en la que impacientes pirañas devoran al niño aún no nacido ni - a la vista de ciertos hechos bien probados - probable.

Otro pelmazo anda con una maleta llena de trofeos y medallas, copas y cintas.

- Pues esto lo gané en Yokohama, el premio es el artefacto sexual más ingenioso. (Sujétenlo, es un caso desesperado.) Me lo dio el emperador en persona y todos los demás participantes se castraron con cuchillos de harakiri. Y esta cinta la gané en un concurso de degradación en Teherán en las reuniones de Yonquis Anónimos.

- Me piqué toda la morfina de mi mujer que estaba en cama con una piedra en el riñón tan grande como el diamante Hope, y a ella le di media vagamina y le dije «no esperes que te alivie del todo... Y cállate ya. Quiero disfrutar de mi medicación».

- Robé un supositorio de opio del culo de mi abuela.

El hipocondríaco tira el lazo sobre un transeúnte, lo mete en una camisa de fuerza y empieza a hablarle de su septum podrido:

- Puede producirse una descarga de pus espantosa... espere un poco y la verá.

Hace un strip-tease y guía los dedos recalcitrantes de su víctima por las cicatrices de su operación:

- Toque esta hinchazón purulenta en la ingle, ahí tuve linfogranulomas... Y ahora quiero que palpe mis hemorroides internas.

(Una referencia al linfogranuloma, «bubones climáticos», Una enfermedad venérea viral propia de Etiopía.)«Por algo nos llamas puercos etíopes», se burla un mercenario etíope, venenoso como una cobra real, mientras sodomiza al Faraón. Los antiguos papiros egipcios hablan todo el tiempo de puercos etíopes.

Así que todo empezó en Addis Abeba, como el charleston, pero éstos son otros tiempos. Un Solo Mundo. Ahora los linfogranulomas florecen en Shanghai y en Esmeraldas, en Nueva Orleans y en Helsinki, en Seattle y en Ciudad del Cabo. Pero el corazón añora la patria y la enfermedad muestra una clara predilección por los negros, es la niña bonita de los racistas blancos. Pero se dice que los brujos del Mau Mau están cocinando una preciosidad de venérea sólo para blancos. No es que los caucásinos sean inmunes a esta enfermedad: en Zanzíbar la contrajeron cinco marineros británicos. Y en el condado de Negro Muerto, Arkansas («La gente más blanca y la roña más negra de Estados Unidos. Negro, no dejes que el sol se ponga contigo aquí»), el forense apareció con bubones aproa y popa. Tan pronto como su estado interesante fue evidente, un comité de vecinosultras lo quemó vivo en los excusados del juzgado, entre grandes disculpas. «Vamos,Clem, hazte idea de que eres una vaca aftosa.» «O un capón con la peste avícola.» «No os pongáis demasiado cerca, chicos. Igual le explotan los intestinos con el fuego». En resumen, la enfermedad tiene la habilidad para viajar, no como algunos virus desgraciados que están destinados a languidecer sin realizarse en las tripas de una garrapata o de un mosquito tropical, o en la saliva de plata de un chacal que agoniza bajo la luna del desierto. Tras una lesión inicial en el punto de infección, la enfermedad pasa a los ganglios linfáticos de la ingle, que se hinchan, revientan y dejan unas grietas que supuran durante días, meses, años, un flujo purulento y pringoso salpicado de sangre y linfa putrefacta. Frecuentemente se complica con elefantiasis de los órganos genitales, y se han señalado casos de gangrena para los que estaba indicada la amputación in medio, de cintura abajo, del paicente, aunque apenas merecía la pena. Las mujeres sufren generalmente infección secundara del ano. Los varones que acceden al coito anal pasivo con un compañero infectado, como si fueran mandriles débiles a punto de poner el culo encarnado, pueden también dar cobijo a un pequeño forastero. A la proctitis inicial y al inevitable flujo purulento - que puede pasar inadvertido en el barullo - sigue una constricción del recto que requiere la intervención de un descorazonador del manzanas o su equivalente quirúrgico para que el infortunado paciente no se vea obligado a tirarse pedos por la boca ni a cagarse en los dientes dando lugar a caso de halitosis persistente e impopularidad con todos los sexos, edades y estados del homo sapiens. De hecho, un bujarrón ciego fue abandonado por su lazarillo, un perro policía, polizonte de corazón. Hasta muy recientemente no había tratamiento
satisfactorio. «Se hace tratamiento sintomático», lo que en el oficio quiere decir que no hay ninguno. Ahora muchos casos ceden a la terapia intensiva con aureomicina, terramicina y algunos de los últimos inventos. No obstante, un porcentaje apreciable se muestra tan refractario como los gorilas de las montañas... Así pues, chicos, cuando esas lenguas de fuego jugueteen con vuestras pelotas y vuestras pijas y se os trepen por el culo como su soplete azul invisible de orgones, en palabras de I.B.Watson, Pensad. Dejaos de jadeos y empezad a palpar... y si palpáis un bubón, salíos fuera y decir con un gemido nasal y frío: «¿Crees que me interesa el contacto con tu horrible estado? No me interesa en absoluto.»

Gamberros rockeros adolescentes toman por asalto las calles de todas las naciones. Irrumpen en el Louvre y arrojan ácido al rostro de la Gioconda. Abren puertas de zoos, manicomios, cárceles, revientan las conducciones de agua con martillos neumáticos, rompen a hachazos el suelo en los lavabos de los aviones comerciales, apagan faros a tiros, liman los cables de ascensor hasta dejar un solo hilo, conectan las alcantarillas a los depósitos de agua, arrojan tiburones y rayas, anguilas eléctricas y candirús a las piscinas (el candirú es un pez pequeño en forma de anguila o gusano de medio centímetro de grosor y de unos cinco de largo que circula por ciertos ríos de mala reputación de la cuenca del Amazonas, y que se cuela por la picha o por el culo, o por el coño de las mujeres faute de mieux, y se queda allí enganchado gracias a sus espinas afiladas sin que se sepa bien con qué objeto porque no ha habido ningún voluntario que observe in situ el ciclo vital del candirú), meten el Queen Mary a toda máquina en el puerto de Nueva York vestidos de marineros, hacen carreras con aviones y autobuses de pasajeros, irrumpen vestidos de bata blanca en hospitales y clínicas llevando serruchos y hachas y bisturíes de un metro de largo; sacan a los paralíticos de sus pulmones de acero (imitan sus ahogos revolcándose por el suelo con los ojos desorbitados), ponen inyecciones con bombas de bicicleta, desconectan riñones artificiales, cortan a una mujer por la mitad con una sierra quirúrgica de dos manos, meten piaras de cerdos gritones en la Bolsa, cagan en el suelo de las Naciones Unidas y se limpian el culo con tratados, pactos, alianzas.

En avión y en coche, a caballo, camello o elefante, en tractores, en bicicletas o apisonadoras, a pie, en esquíes y trineos, muletas y saltadores, los turistas asaltan las fronteras, reclamando asilo con imperiosa urgencia «ante una situación indescriptible en que se encuentra Libertonia»; la Cámara de Comercio se esfuerza en vano por contener el desastre:

- Por favor, no pierdan la serenidad. Sólo son unos cuantos locos que se han escapado del manicomio.