jueves, 29 de abril de 2010

El Pusher


Prosa lírica de Felipe Rentería


El Pusher camina por la ciudad. Los drogadictos se le acercan, nerviosos, como los leprosos a Cristo. En los callejones, el Pusher alarga su mano y toma los billetes, que envuelve con rapidez. Sus clientes le miran ansiosos apenas entrega la mercancía. Para estas ocasiones el Pusher ha perfeccionado una mueca, que exhibe en esos momentos como diciendo: ‘Anda a drogarte, hombre, por mí está bien’.

Los adictos se escabullen como sabandijas y se sientan en los rincones para incrustarse la droga.

A veces el Pusher escucha secretos que le dan risa, por más que se los relaten como si fueran grandes tragedias. Se ríe porque sabe que después de un momento, aplicada la dosis, hasta el más desdichado volará hacia los cielos sobre el mar del placer y la gloria, convertido en Ícaro, en Monstruo Todopoderoso.

Al que duda, el Pusher le empuja suavemente la cabeza sobre la línea de polvo blanco. Cuando el tipo se incorpora, lo examina unos instantes para ver cómo se le ensanchan las pupilas, que empiezan a tragar con ansias las visiones de la grandeza. Entonces le da un manotazo en la espalda, y un instante después ambos están ya en otra cosa.

A las fiestas le invitan poco, pues saben que su presencia es la tentación divina, la promesa intoxicante de la vida sin dolor. Sin embargo él espera pacientemente en la calle, fumando un cigarrillo, y todos saben que está allí y que solo hace falta salir a llamarlo.

Él mismo ha tomado substancias malignas, mas no es un adicto, y si vive de ellos es porque, en cambio, puede respirar sin esas porquerías que enturbiarían su sangre perfecta. Por eso es un hombre, uno que Jamás Fue Vencido.

¿Y los drogadictos? El Pusher sabe que la vida de mierda que llevan no vale ni lo que se paga por un gramo. No son nadie, porque nadie les toma en serio, pues hay miles como ellos; ni siquiera el Pusher les quiere realmente, por más que les abrace y se acuerde de sus nombres sombríos.

Pero él jamás les miente sobre eso. Sus sentimientos son metálicos, sin rastro alguno de piedad. El Pusher es ajeno a todas esas patrañas. Es extraño hasta a su propia carne.

A veces, los adictos que le deben dinero le piden perdón. Él los mira fríamente, hasta que comprenden que eso no puede exculparse.

No, no se puede, porque nadie hay más poderoso que el Pusher, a quien se le ha revelado el secreto asombroso de que no hay diferencia entre los dioses y los hombres, de que la perfección y el cielo existen realmente, aunque duren lo que dura un chute.

Él no los perdona y les niega la dosis. Ellos se alejan, confusos y angustiados. Entonces apuñalan y roban para pagarle, y vuelven llenos de humildad, como entregando una ofrenda. El Pusher les inyecta personalmente, y los adictos, con las tripas estremeciéndose de júbilo, sienten que el dolor no es invencible y que por fin están vivos y les tiembla el corazón. El Pusher reprime la tentación de acariciarles como a los perros dóciles a los que se ha arrojado carroña.

En esos momentos, el Pusher es su Padre.



jueves, 22 de abril de 2010


Mujerzuelas

Prosa lírica de Felipe Rentería

Son muy feas, pero se enorgullecen de los hombres que han destruido y ni la princesa más delicada se les iguala en vanidad. Son dueñas de secretos extraordinarios. Obligan a desnudarse a sus amantes, a los que lamen y babean. Les introducen las uñas en el recto, que se aprieta como para retener la masculinidad que se escapa. Luego les meten los dedos en la boca, y los hombres, hipnotizados y temblorosos, imaginan que sus heces huelen a ámbar y ambrosía.

No hay que acercarse a ellas. Cuando uno las encuentra en la calle debe mirar para otro lado, no sea que caiga también en la atracción invencible de su mal olor magnético.

Jamás se lavan los dientes. Sus cuerpos están atrofiados, como los de las enanas, y parecen hongos o setas más que seres humanos. Comen hamburguesas con huevo que luego eructan llenas de placer.

El dinero se lo guardan bajo las tetas, que cuelgan como negras bolsas de hule, con los pezones como desagües. Usan mallas con festones y botas militares; se maquillan con trozos de carbón.

Cuando niñas, jugaban a castrar a los perros.

Nunca usan calzón. Los vellos se les enredan para ocultar ladillas y piojos, que viven en la pelambre como las fieras entre las matas. A veces trenzan escaleras por las que hacen subir a los poetas, a los que luego pinchan con alfileres y les revientan los ojos. Cuando están caídos, les escupen o vomitan, y en ocasiones les impregnan el menstruo.

Se consideran, con soberbia, sacerdotisas de un antiguo culto.

Han parido hijos a los que matan de hambre; a sus madres las martirizan presumiéndoles sus aventuras. Conocen más que cualquier científico la anatomía de las vergas erectas y los escrotos arrugados, exploran con exactitud sus venosidades, nervaduras y pellejos, que pellizcan con gozo cuando atrapan un ingenuo.

Son capaces de identificar por el hedor cualquier enfermedad venérea. En esto son infalibles. Son las maestras de la pus y los fluidos. Recetan alcanfor para las llagas del herpes y vinagre para las úlceras del chancroide.

Tienen papiloma y pronto morirán, más eso no les importa, porque, en su sentido, son bellas y perfectas. Huelen tan mal que hasta en los infiernos los diablos se taparían las narices. Por eso sus hombres las adoran. Se acuestan entre sus brazos y dejan que los amaquen. Ellas les hacen tragar el licor lechoso de sus senos varicosos hasta que sus cerebros se reblandencen. Entonces los llevan de fiesta. Van todos a las plazas, hacen grandes escándalos y beben en las calles. Luego, en la estupidez de la ebriedad, ellos exhiben las billeteras y compran drogas para ellas y sus amigos.

Cuando están tristes se rapan la cabeza. Les gusta fingir que son hombres y se tocan entre ellas. Sueñan que un caimán les introduce por el recto el miembro, que se desprende y emerge por la boca, y luego vuelve a penetrar por sus vaginas malolientes.

Si Cristo resucitara, oh, le meterían las lenguas por el ano hasta alcanzarle los intestinos, le harían renegar y maldecir mil veces debajo de sus uñas ennegrecidas. Así lo liberarían. Si Cristo volviera para ellas, no habría otra Resurrección. Ellas le darían de lactar para que vomitara a Dios, para que se escupiera a sí mismo. Él, entonces, estaría salvado, incrucificable, metálico. Después, en su esplendor, le arrancarían un testículo a mordiscos.

Son mujerzuelas. Nadie las puede tocar.

A pesar de su orgullo, son expertas en humillarse; pocos conocen su punto débil, que les duele realmente. Ignoran quién es su padre, solo saben que vaga borracho por las calles y que en cualquier momento lo pillarán y se lo follarán sin saberlo. Tal es su trágico destino.

Son mujerzuelas. La Historia les debe mucho.