domingo, 28 de agosto de 2011

Lo perverso

hamwig


El término perverso proviene del latín perversus y designa todo aquello que se desvía o trastoca el orden convencional. Esta definición etimológica es, en sí misma, significativa, dado que evidencia, en primer lugar, el carácter preeminentemente negativo de la palabra y, por ende, de todo lo que a ella se relacione. En segundo lugar, y derivado de este matiz negativo, el término perverso ilumina el conjunto de creencias y prejuicios que estructuran lo que se denomina como el “estado habitual de las cosas”.

Esta concepción de un determinado orden social es propia del pensamiento racionalista y se puede ver plasmada, por ejemplo, en la geometría euclidiana, donde la linealidad o el sentido unívoco buscan que el tejido que subyace debajo de todas las relaciones, y en todos los ámbitos de la actividad humana, se conforme de “líneas rectas” (es bien conocido el axioma que reza que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta).

Desde esta perspectiva, lo perverso nos remite a lo “retorcido”, a aquello que desvía esta linealidad y que, por consiguiente, se enfrenta al orden establecido en cualquiera de las dimensiones en las que se opere esta subversión. Varias instituciones a lo largo de la historia de la humanidad se han encargado de sancionar y de adoctrinar a las personas en contra de lo que se aparta de lo comúnmente aceptado. En todas las mitologías abundan historias donde se busca enseñar que la consecuencia del “acto desviado” merece su correspondiente castigo. Es así que el tabú, aquella actividad o costumbre prohibida por una determinada sociedad, viene a ser un eje estructurante y fundamental para el nacimiento y supervivencia de la comunidad; tal es así el tabú del incesto, que impide la unión entre miembros de una misma familia, entendido ahora desde la genética, puesto que su violación implicaría el deterioro de la especie y, por ello, la disminución a anulación de posibilidades de su supervivencia o, desde la lógica tribal, con el fin de permitir el intercambio y la integración con otros grupos.

The view


La hybris helena y el conocido Tártaro o lugar de los suplicios eternos son otra muestra de la permanente preocupación por evitar y corregir todo aquello que se relaciona con lo perverso. Y es dentro de la misma tradición griega donde empieza a vincularse a la literatura con un cierto rasgo de perversidad cuando Platón, en su República, opera la famosa expulsión de los poetas por considerar peligroso el hecho de que trastocaran el sentido habitual de las palabras y, concomitantemente, el de las ideas y nociones de todo el Estado. El sentido unívoco del lenguaje garantiza un orden fundamental: el de la comunicación, sobre y mediante la cual se edifica la sociedad.

El cristianismo, a su vez, introducirá la noción de pecado para todo comportamiento que atente contra el mandato divino y, también, el concepto de herejía para cualquier interpretación que no esté dentro del dogma de la Iglesia. Finalmente, con el advenimiento de los Estados, serán ellos los encargados de normar la vida social y de determinar lo que se considera como inapropiado de acuerdo a las leyes.

Desde la psicología clásica, lo perverso estaba asociado sobre todo a las conductas sexuales que se consideraban como apartadas de lo “normal”, tales como el sadomasoquismo, el voyerismo, entre otras. Aquí, entonces, la convención o el status quo de la sexualidad está determinado desde la ciencia y de que lo que ésta, históricamente, consideraba como apropiado o natural para el ser humano. Freud, en sus Tres ensayos sobre teoría sexual, aborda el tema y modifica sustancialmente la idea de la perversión, pues plantea que lo perverso puede hallarse en cualquier ser humano que se considere relativamente normal y afirma, además, que lo perverso vendría a ser una suerte de “negativo” de la neurosis. Es decir, que la persona se encuentra enfrentada de una u otra forma a su libido, a sus pulsiones sexuales, y la distorsión de ellas que se opera en el inconsciente o su represión desde el super-yo vendrían a determinar la neurosis, el trastorno en su personalidad. En la perversión, en cambio, la persona asume las pulsiones y la censura se encuentra anulada; de ahí que se entienda a los perverso no como lo opuesto a la neurosis sino como su negativo.

domingo, 17 de julio de 2011

La carita de Dios


"En el principio, cuando Dios creó los cielos y la tierra, todo era confusión y no había nada en la tierra. Las tinieblas cubrían los abismos mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas". (Gen: 1-2)

domingo, 3 de julio de 2011

Abortero


Dios le extrajo el corazón, con la misma paciencia con la que él desprende trozo a trozo la carne transparente de aquellos que han sido exterminados entre los órganos tibios de su madre. No tiene ayudantes, su único auxilio son las pinzas relucientes que se incrustan y enredan entre las tripas. Aunque posea otros instrumentos, las pinzas son para él más valiosas que las propias manos, y él las desinfecta siempre con pulcritud. Ante ellas siente algo como una humildad, como si estuviese rodeado de joyas o en presencia de los objetos sagrados de las iglesias.

Nunca mira a sus clientes, cuyos ojos torcidos gotean mientras les vacían el vientre, ni dice palabra alguna cuando trabaja. Solo introduce las pinzas, hurgando un poco, las abre y las cierra cuidadosamente hasta que siente que han encajado algo.

Entonces se le eriza la piel. Sus dedos son sensibles como el tacto divino.

Cuando alcanza algún brazo o pierna, basta solo un tirón y el cuerpecillo está ya casi faenado. A veces tiene dificultades con los cráneos, y no hay otro remedio que apretar con fuerza hasta hacerlos pedazos. Las pinzas transmiten entonces un mínimo temblor.

Pero no es un carnicero, por más que sus blancas ropas hayan dejado de resplandecer debajo de la sangre seca. Sobre la charola se colocan los huesecillos, y a veces hasta se puede decir que en los restos hay cierto orden y armonía, como en un modesto poema.

Cuando joven, soñaba con enfrentarse a la muerte.

Sale del consultorio muy por la noche, cuando ya nadie le ve. Pero no siente vergüenza, pues el trabajo le impide filosofar. Está como ensordecido. En sus pesadillas, alguien le descuartiza o una ventosa le absorbe.

Mientras se marcha, piensa en la cara de sus clientes, que es dulce, como la de las vírgenes que se representan con Niños entre los brazos. Sus padres les acarician y ellas no dejan de compadecerse, como si estuviesen enfermas o hubiesen sido víctimas de una maldad indescriptible. El abortero les prescribe drogas que amortiguan el vientre, y al poco tiempo se olvidan ya de los restos, con su memoria de niñas.

A veces ve a mujeres por allí, y cree reconocerlas. Si se cruzan cara a cara, ellas simulan no haberlo visto jamás, y entonces el abortero se complace de su misión perfecta.
Con los años perderá la precisión, pero eso no será para él un problema, porque no es un esteta. Tampoco importará que enloquezca. Da lo mismo que las cicatrices sean largas o ínfimas. Es exactamente igual ser despedazado al principio o al final. Ese es todo su conocimiento. Si no estuviera convencido, la mano le temblaría y no pasaría un día sin vomitar.
Extrañas verdades han sido inyectadas en su cerebro poderoso.

Proxeneta


Mete las manos en las vulvas de las mujeres y les irrita los ovarios, rascando con sus uñas ennegrecidas. Les hace entender que un día les arrancará las entrañas y que en adelante ese orificio apestoso es solo suyo y se alquila por 20 pesos.

No necesita repetirlo. Se acuesta a esperar sus ganancias. A medida que avanza la noche, ellas van llegando con el porcentaje. Si intentan estafarle, el Proxeneta lo advierte en seguida y les abofetea. Cuenta los billetes dos veces y casi siempre las despide fríamente. Pero a veces está de humor o siente lástima, y entonces les da un beso que les hincha la boca y les hace sangrar los labios. Las desviste y somete allí mismo. Eyacula en la vulva o en el ano cuando quiere halagarlas.

Si hay problemas, se levanta para aplastar las narices de los que no pagan, y los muchachos se echan a llorar cuando les amenaza con meterles la bota entre las costillas.

Otros son más avezados y es necesario advertirles que les romperá las piernas o les clavará una bala. El Proxeneta nunca ha matado a nadie, pero una vez se vio obligado a extraer una vara de hierro oxidado del recto de un hombre.

Se le cree de mal corazón, aunque en realidad es compasivo e indulgente. Está hecho de carne y hueso. Cuando ama a una mujerzuela, se encierra noches enteras a emborracharse para forzarse a olvidarla. Entonces el sufrimiento se diluye en el alcohol, como los corazones vacíos que se guardan en frascos y que han perdido ya toda la sangre.

Pero a veces quisiera pasarse toda la noche con una o dos de ellas, y besarlas en la frente y en los párpados, y acostarse tranquilamente y mirar la televisión. Incluso podría ventosearse en paz y cerrar por fin ambos ojos… Hasta le gustaría sacar los billetes y pagar el doble de lo acordado.
Pero jamás lo hará, porque ellas son peligrosos como culebras o gatos. Sacarían las uñas y le perderían el respeto. Se aprovecharían como hacen todas las putas, que mienten y traicionan y son ociosas y muerden al que les da de comer. Por eso no se da ese lujo y cuando se ajusta los anillos piensa que en justicia debería partirles la boca.

Sin embargo se retiene. A veces siente deseos de suplicar, y se mira el reloj que brilla, y se huele a sí mismo y la colonia es como un mensaje incomprensible que le llena de ira. No quiere mirarse al espejo, pero le es necesario acicalarse, pues no es ningún patán. Entonces le dan ganas de fumar y de pronto llega otra ramera.

La toma por los cabellos y ella se postra ante él, que es ya como un Santo.

Levanta la mano y una luz celestial le habita la piel del rostro, como en una transfiguración. Los golpes no son brutales. Son como besos o pedradas, y resuenan en la penumbra de la habitación. Algún cliente asombrado pagará alguna vez para ver cómo les pega.

Cuando todo termina, el Proxeneta deja que ella sea la primera en usar el baño. Le da miedo perder la fuerza cuando sea viejo, pues las putas se alimentan de la debilidad de los hombres y nunca envejecen. Llegará un momento en el que se desquitarán de sus golpes. Entonces él comprará más anillos, de brillante acero y de oro, y un día nacerá un Hijo que al crecer le defenderá de las putas.

Él lo salvará, hincando una fría cuchilla en el corazón enorme de su Padre.

El Parricida


Es aquel que tomó el inmenso ovillo que se le había atorado en la tráquea y lo enredó con fuerza en la garganta de su Padre. En ese momento este quiso girar y abrazarse a su hijo, pero no se le ocurrió arrodillarse, pues su soberbia le impedía pedir clemencia. Luego el Parricida extrajo de su boca un largo colmillo que había retenido por siglos y lo incrustó con lentitud en las tripas de las que le había venido la vida. Fue imposible saber si los resuellos eran del asesino o de la víctima, y cuando el cuerpo cayó, la sangre borboteó en la cabeza del hijo y se mantuvo hirviendo para siempre.

En ese momento, el suelo se estremeció bajo sus pies.

El Parricida se pregunta si el mal estuvo ya en su padre, que engendró un criminal, como si hubiese eyaculado veneno. Se lo pregunta con tanta insistencia que se rasca hasta que hacerse sangrar el cuero de la cabeza.

Debería sacarse los ojos, pero no siente ese impulso, y el crimen le genera más bien un pacífico agotamiento. Un resplandor le ilumina desde el cielo. Se mira las manos, y se sorprende de que tengan tanta fuerza. Son como tenazas. También es curioso el tremor que le recorre el cuerpo, extraordinario como la sensación de una descarga aplicada directamente al músculo.
No se da cuenta aún de lo que ha hecho. Por eso es grandioso, como el Ignorante que clavó la lanza en el costado de Cristo.

Antes de matar a su víctima, el asesino le juzgó. Era, sin duda, absolutamente culpable, indigno de piedad. El Parricida imagina que su esperma de anciano se suspende en una copa de cristal, como un espectro que flota.

Lo tomó por sorpresa, cuando el padre se hundía en su sueño decrépito. Le había examinado detenidamente, comprobando su horrible culpa. Una sarna le comía la piel de las manos. Las bolsas de los ojos se abrían como cuencos de sangre. No era difícil intuir el corazón, que estaba verde y agusanado.
Por eso el Parricida hubiese deseado una maza o un instrumento para desprenderle la mandíbula, pero solo encontró aquel nudo en la garganta que brillaba como un nervio luminoso en las cavidades de su cuerpo. El Padre, sordo ya, sonreía dándole la espalda. En silencio, le acordonó. Apretó y al poco rato sobrevino la asfixia.

Dios los miraba desde el cielo, sin decir palabra. El Parricida piensa que solo el que ha pecado puede respirar y comprende lo que es el aire. Si no fuese así, daría igual. Dios es también un monstruo, pues es Padre y es Hijo por su propio capricho. No hay mano asesina que no sea en realidad un Órgano celestial, ni parricida que no se autoextermine al cometer su crimen asombroso.

Se aleja del cadáver, y espera que pronto la Naturaleza empiece a despedazarlo, en su infinita rapiña. La tierra se rompe y se abre para recibir al Parricida. Los condenados están listos para lanzarse sobre él, pero nada de eso lo amedrenta. Se abre paso entre los hombres, que arden bajo su mirada.

El dolor es para él una desgracia ignota, pues la maldad no infecta a los corazones inmundos.

domingo, 12 de junio de 2011

La abeja reina


Su putrefacta obscenidad era ignorada por todos; nadie podía dar cuenta de ella porque aquellos que la habían sufrido ya no estaban más entre nosotros. Uno de los testimonios, tal vez apócrifo, relataba la transustanciación de su cuerpo en un ente gelatinoso que conservaba la estructura original, pero exudaba vapores venéreos y narcóticos que adormecían a quien se sentara del otro lado del escritorio. El vaho más letal se inoculaba a la víctima al final del proceso, cuando su conciencia apenas alcanzaba para un último espasmo de horror. Entonces, ELLA, la ramera de Baal, posa su lengua dentro de la garganta del desgraciado y exhala el gas, mezcla de materia fecal y menstruo acumulados por años en una bolsa adiposa en la giba.

Ese era su castigo. Y quienes lo recibían se conviertían en espectros que se incorporaban al aire y abandonaban el recinto a través de los ductos de ventilación. Entonces sus acólitas, las vírgenes del culto de la vagina cauterizada, babeaban rabiosas y la abeja reina les lanzaba una mirada como un golpe de fusta para apaciguar su excitación. Ellas sorbían apenas la saliva espumosa que resbalaba de sus comisuras, recogían sus mandíbulas descoyuntadas y emitían un silbido que se escapaba entre sus dientes sobrecalcificados. Y corrían a sus madrigueras y exponían su lomo a la espera de una caricia o una patada, no sabrían diferenciarlas.