jueves, 22 de octubre de 2009

El Castigo


-Ficción demencial escrita por

Felipe Rentería-



En el momento final, el joven estudiante recordó que aquella noche se había hallado súbitamente junto a su padre, el abogado Porges, en medio de un erial inhóspito y oscuro. La niebla se levantaba en finas oleadas que cubrían el horizonte, y hacía un frío insoportable. Los dos hombres iban cubiertos por negros sobretodos, tocados con gruesos sombreros de fieltro y calzados con zapatos de cuero negrísimo. Largas bufandas, de un tono menos oscuro, se les enredaban suavemente en los cuellos, como abrazándolos. Padre e hijo se miraban sin decirse palabra, con los ojos inmóviles y las facciones fijas, a la espera del vehículo. Unas delgadas ramas desnudas se estremecían en la lejanía.
Solo cuando el automóvil llegó, salpicando violentamente el lodo de la carretera, el estudiante fue capaz de comprender la importancia del acontecimiento. Su padre había sido escogido como Visitante de la Prisión, título reservado para altos funcionarios, que daba el derecho a quien lo ostentase de efectuar un recorrido guiado por el mayor centro penitenciario del mundo. Al abogado Porges, juez eminente, le correspondía esta vez el honor, en consideración de sus altas virtudes profesionales y su trayectoria sin tacha.
Hacía muchos años que el abogado esperaba tal deferencia. Por fin la había conseguido, y llevaba consigo a su hijo, joven estudiante, verdadero orgullo familiar, para ayudarlo a orientarse en los difíciles senderos de la jurisprudencia. El estudiante Carlos Porges, que era casi un adolescente, apreciaba en lo profundo de su alma esta consideración inmerecida, consciente de sus aún escaso méritos, como quien recibe de súbito una gracia que proviene de la filantropía divina. Porges hijo es alto y enjuto, de blanquísima piel y manos delgadas. Gusta de rociarse con las más fragantes lociones, y su aliento es impecable. Memoriza pasajes enteros de códigos interminables.
Tal es el estudiante, cuyo padre, de venerable aspecto, le triplica en edad. No es un anciano aún, pero su ceño es adusto y el cabello se le ha tornado plateado como la luz última de la tarde reflejada en las primeras nubes nocturnas. Es bajo de estatura, pero aquello no le resta majestad. En el perfil de su rostro hay algo que despierta la sensación de justicia; su cerrado silencio puede entenderse como un mensaje severo o una condena brutal.
No todos le temen, pero el respeto que inspira es suficiente para recordar la propia pequeñez, deplorar la mediocridad personal y lamentar la propia ignorancia. El estudiante, su hijo, no ha asistido a homenajes, no ha escuchado comentarios, no ha leído nada en los diarios ni ha presenciado proceso o juicio alguno. Pero sabe que el mundo tiene en su padre a un abogado insuperable.
Por eso no se extraña de que el automóvil, negro como la noche, esté ocupado por una comisión de la mayor jerarquía. En primer lugar, desciende de él el Supervisor de la Ley. Este Supervisor es un señor de cadavérica facha, muy compuesto, de corbata y ademanes irreprochables. Lo secunda el Tramitador Z, funcionario de extraordinaria probidad, un poco pasado de peso. También han acudido un Ecónomo del más alto nivel, viejecillo, pequeño y al parecer tuberculoso, y el Chofer de Primera Graduación, encargado de transportar a las más importantes dignidades. Saludos, comunicaciones oficiales. La Prisión los espera, el Protocolo se cumple a cabalidad.
En los primero tramos del trayecto, quizá a causa de la emoción, el estudiante cayó súbitamente en el más inesperado y profundo de los sueños, de manera que vivió el recorrido hacia la Prisión, considerablemente extenso, como si hubiesen transcurrido nada más uno o dos minutos. Apenas hubo abordado el automóvil, Porges se había entretenido en la rememoración de ciertos pasajes especialmente importantes del Código Capital, que, pensaba, le servirían para la ocasión. Solamente había recitado un par de artículos cuando perdió la conciencia. Al despertar, la Prisión revelaba ya su imponente columnata metálica a los miembros de la Comitiva. Sobre el horizonte negro se distinguían potentes reflectores que rastreaban la superficie desde una elevadíasima terraza. Conforme avanzaba el vehículo, la edificación iba ofreciéndose a la vista gradualmente, como una monstruosa roca que emerge de las entrañas de la tierra. La carretera, hasta ese momento llena de lodo y baches, se convirtió de pronto en una cómoda avenida, convenientemente iluminada, por la que el vehículo rodaba sin dificultad.
Los ojos de Porges hijo destellaron al acercarse a la titánica fachada de la estructura carcelaria. Elogió para sus adentros la destreza del arquitecto, persona que, le pareció, no solo entendía de arquitectura, sino que también estaba dotada de un agudo sentido de la justicia y la verdad.
Se trataba de una construcción colosal, totalmente lisa, cuya apariencia era la de un talud gigantesco. El único acceso era una inmensa reja formada por enormes columnas tubulares de brillante metal, que además cumplían la función de embellecer el edificio, como el pórtico de un templo. Varios reflectores móviles disparaban sus torrentes de luz en todas las direcciones, y casi se podría decir que la claridad que de allí emanaba superaba a la de la más cruel de las mañanas. La fachada estaba empotrada en una enorme montaña rocosa, en cuya cima se habían colocado un intrincado mecanismo de defensa y poderosos cañones. Sobre la superficie inclinada, en la parte más alta, se deslizaban de izquierda a derecha unos habitáculos blindados que patrullaban a escasa distancia los unos de los otros. Todos iban equipados con el armamento indispensable y los mejores francotiradores, que apuntaban inmóviles a través de unos orificios. Estos habitáculos estaban sujetos al talud por medio de carrilles labrados en la piedra y reforzados por rieles metálicas.
El estudiante Porges contemplaba admirado tales maravillas, cuando una expectoración implacable de su padre le sacó de su ensimismamiento. La corte de traslado se había formado en línea detrás de los dos invitados, y esperaba pacientemente la señal protocolaria; ésta se produjo sin que Porges hijo cayera en la cuenta. De pronto empezó a aproximarse un bien provisto convoy de seguridad. Se trataba de una especie de tren militar encabezado por un carro blindado, aparentemente sin ninguna abertura, que avanzaba lentamente. A los lados, escuadras de fornidos guardias formaban una escolta.
En el vehículo se abrió una puerta imperceptible. Por ella descendió un hombre horroroso, de cuidados bigotes y elegante vestimenta oscura. Cicatrices de todo tipo surcaban su rostro. Porges hijo se espeluznó ante su presencia, pero en seguida pasó a imitar la respetuosa inmutabilidad de su padre. El hombre presentó sus credenciales.
—Señor abogado —dijo, extendiendo una tarjeta en la que se reproducía su horrible rostro—, mi nombre es Franz Fanta, alcaide de esta Prisión. Reciba mis saludos.
El estudiante, fascinado por la solemnidad, sonrió en espera de la respuesta de su padre. Mas este no dijo nada, y se limitó a fruncir el ceño por toda contestación. Carlos Porges comprendió tal actitud se debía, sin duda, a las exigencias del Protocolo. Recobró la confianza. Cruzó las manos detrás de la espalda y levantó levemente los talones. Sonrió con satisfacción.
Se escucharon ráfagas que indicaban la inmediata iniciación de las actividades oficiales. El alcaide Franz Fanta presidía una comitiva compuesta por numerosos individuos que anunció como autoridades, personal de inteligencia y funcionarios gubernamentales. Estas personas se pusieron en marcha con paso marcial, en un desfile acompasado de atroz exactitud. Dos guardias de rostro pétreo flanquearon al padre.
Avanzaron así hasta llegar al portal de la Prisión. Ante una orden que salió de no se sabía dónde, los miembros de la comisión se dispersaron y desaparecieron. El grupo quedó reducido al Comité de traslado, compuesto, como se ha dicho, por el Ecónomo, el Supervisor, el Tramitador y el Chofer, además de los invitados. El alcaide tomó la palabra para informar que, una vez cumplida su misión, y en vista de que no se les necesitaría más, los miembros del Comité serían ejecutados. Carlos Porges tardó un momento en asimilar las palabras de Fanta. Después creyó que se trataba de una broma inapropiada, acorde con la excéntrica personalidad del alcaide. Lo cierto es nunca imaginó que fuera una orden verdadera. Se sintió súbitamente invadido por la estupidez. La sorpresa le causaba una suerte de debilidad. Trató de conservar el aplomo, pero como vio que los miembros del comité inclinaban la espalda hacia adelante, uno al lado del otro, muy juntos los cuatro, comprobó con horror que Fanta hablaba en serio. A continuación, el alcaide extrajo su pistola, la rastrilló, se colocó frente a cada funcionario.
A cada uno le dio un tiro la cabeza. Parecía que, mientras los apuntaba, se despedía de ellos y los felicitaba. Los cuerpos cayeron pesados como reses.
Mientras esto sucedía, el doctor Porges tomó por el brazo a su hijo y lo apretó con gran fuerza.
—No temas —le dijo—, mientras estés conmigo nada va a sucederte. Pero, veas lo que veas, no se te ocurra sentir miedo.
—Pero padre —replicó el agobiado estudiante—, ¿cómo comprender este crimen?
—No vayas contradecirme —sentenció el padre—. Es la justicia. Nadie puede cuestionar nada—. Su voz cayó como una lápida sobre el abatimiento del hijo.
Después de contemplar por unos segundo a los cadáveres, el alcaide desapareció por uno de los costados de la avenida que daba acceso a la Prisión. Los visitantes permanecieron inmóviles en sus lugares. Se escuchó un pitido largo que provenía de lo alto. Los funcionarios que se habían dispersado regresaron e hicieron una formación. Porges hijo, helado de miedo, advirtió entonces que el director de la Prisión consultaba con un personaje que se perdía en la oscuridad, ante quien se inclinó repetidas veces. Al poco rato regresó, en actitud distendida, olvidando, al parecer, toda rigidez. Sonrío, incluso, con su horrible rostro, que parecía incapaz de toda expresión humana. Se dirigió al doctor Porges.
—Señor juez —dijo—, usted sabrá comprender la severidad del Reglamento. Ahora, cuando las autoridades me lo permiten, puedo distenderme un poco. ¿Qué quiere? Yo soy un asesino —exclamó con emoción. Entonces sacó de uno de los bolsillos un encendedor que brilló exageradamente y prendió un cigarrillo.
Las palabras del alcaide llenaron de miedo al joven Porges, que sintió un vuelco en las entrañas.
—Pasemos ahora a la relación del historial de la prisión —continuó Fanta. El cigarro bailaba sobre sus labios calcinados.
—Comprendo perfectamente —interrumpió de pronto el doctor Porges, que no había pronunciado palabra desde hacía un buen rato. Lo que dijo después fue extrañamente deshilvanado e incoherente: —¿Acaso no soy yo quien más ha defendido la legislación de nuestras autoridades? El orden es la clave de la ética, por supuesto…
Y en ese momento se abrió paso en su garganta un eructo incontenible, nítido, que resonó como un ladrido furioso.
La desafortunada intervención del doctor Porges, abrupta y vergonzosa, llenó de angustia al hijo. Su padre era ya viejo, pero ¿iba a mostrar su primer signo de senilidad justamente en ese momento? Los miembros de la delegación miraron al juez con gestos de reprobación y desprecio. Había incurrido en la peor de las audacias y su conducta era inexcusable. Mas el alcaide se figió comprensivo y trató de restar importancia al asunto.
—No tenga cuidado —dijo con evidente hipocresía—. Estas cosas suceden todo el tiempo. Las debilidades humanas nos dominan. Pero eso no quiere decir, claro, que no sea usted desde ahora, ante los ojos de la humanidad, un peligroso criminal. Un criminal, claro, investido de una alta magistratura y con conocimiento cabal de los códigos que regulan la convivencia de nuestra especie, por eso se le excusará este comportamiento. Mas sepa que le ya hemos echado el ojo.
Porges Padre se mantenía rígido como un poste. Su hijo le tomaba ahora por el brazo. Sentía que se desvanecía.
El alcaide adoptó a continuación un talante amistoso y clavó la vista en Carlos.
—Veo con satisfacción que le acompaña este correcto joven —dijo desviando su fría mirada hacia el padre—, de quien, supongo....
—Es mi hijo —explicó el juez—, el estudiante Carlos Porges, quien, por su hondo sentido del deber y su saludable curiosidad profesional, ha sido invitado a acompañarme.
—Los que han tenido hijos dicen todos lo mismo, aunque estos no sean nada más que asesinos y violadores —replicó el alcaide, que se aproximó entonces a Carlos y le estrechó la mano. Un reflector giró bruscamente e iluminó la faz del hombre. Porges pudo ver así toda la hórrida superficie de su rostro, que parecía haberse fundido en un molde espantosamente tosco y asimétrico.
En seguida el funcionario le dio la espalda, y, decidido a continuar con su fallida exposición, juntó los talones y levantó la mano para señalar la cúspide del edificio.
—Verán ustedes: la Prisión se ha venido constuyendo por un período de ciento cincuenta años. La sociedad emprendió esta magnífica obra después del Cataclismo, cuyas repercusiones sumieron al mundo en tal estado criminal que la humanidad entera iba camino de la destrucción. Pero todo eso lo saben sobradamente ustedes, señores, de manera que pasaré a otros temas.
La Prisión alberga a los delincuentes más peligrosos de nuestra especie. Ha sido diseñada para que estos paguen sus deudas con la sociedad, en total acuerdo con las normas vigentes, y es, como ustedes podrán suponer, íntegramente inexpugnable. Los más complejos sistemas de seguridad se han constuido para uso exclusivo de la Prisión. Como vemos, está enclavada en la cima más imponente de la geografía planetaria, y solamente tiene una entrada, la que ustedes ven —Fanta señaló la enorme reja que estaba frente a ellos—. Esta puerta posee en su estructura cierto mecanismo que, al captar movimiento o calor emitido por seres animados, dispara descargas especiales que calcinan inmediatamente al objeto del que provienen los signos vitales. La Prisión se encuentra vigilada día y noche por un equipo de la más alta graduación en seguridad.
El doctor Porges creyó conveniente intervenir.
—¿De manera que, si alguien intenta superar la salida, morirá instantáneamente? —interrogó.
El otro lo miró con desprecio, arqueando una ceja, y continuó como si nadie hubiera dicho nada.
—La estructura de la cárcel ha sido labrada en la profundidad de la roca. No se han construido paredes. Por dentro, el edificio es una caverna con miles y miles de pasadizos en los que se han esculpido, si el término es exacto, galerías, tabernáculos, habitaciones, oficinas y, obviamente, celdas. La temperatura se regula por medio de un sistema de ventilación de alta tecnología, y se ha montado una red de vigilancia que incluye cámaras de seguimiento que rastrean todos los rincones y recovecos.
El funcionario se interrumpió y volvió el rostro. Dibujó una sonrisa estremecedora que dejó ver sus dientes afilados.
—Ahora corresponde que les indique cuál es la importancia de contar con un complejo judicial de estas características, y la manera en que garantiza el bien común. Como ustedes sabrán, después del Cataclismo la naturaleza produjo seres de horrendas capacidades, verdaderos monstruos de la sociedad, cuya influencia sobre el género humano fue nefasta. La gran operación que llevaron a cabo nuestras autoridades permitió que estos criminales, los peores de la historia, fueran atrapados y juzgados convenientemente. Pues bien: nadie hay en el mundo que pueda infligir peor mal a la sociedad que los personajes que se albergan aquí. El orden universal está garantizado por esta gran fortaleza. Y todos trabajamos, aunque sea de una manera indirecta, para conservar esta seguridad. Pero, oh —se interrumpió—, el estudiante y su señor padre callan. ¿Se aburren ustedes? —preguntó con odio—. No veo por qué —continuó sin esperar respuesta—. En ese caso creo que es preferible avanzar hacia el interior.
El doctor Porges, que se había quitado el sombrero, recibió una señal del alcaide que le reprochaba su conducta. Volvió a colocárselo, tratando de que se le apretara lo máximo posible en el cráneo.
—Sí, es mejor que entremos —musitó.
—En marcha —ordenó entonces Fanta, y por los flancos de la avenida aparecieron otra vez cientos de guardias muy bien armados que se adelantaron hacia la reja de ingreso. Dos potentes sirenas iniciaron un feroz aullido y por un altavoz que no se podía distinguir emergió una voz fantasmal, chillona y destemplada, que inició una especie de cantata al borde del paroxismo. Carlos Porges intentó reconocer el idioma en que esta voz emitía su insólito mensaje, pero le fue imposible. Tal vez solo eran gritos sin sentido, cuyo objetivo era infundir temor y disciplina entre las tropas y los reclusos. La comitiva se puso en marcha. Había avanzado unos cuantos metros cuando el enrejado principal se separó en dos partes, cada una de las cuales empezó a deslizarse para su lado.
El acceso estaba libre. Carlos Porges sintió que una punzada intermitente le producía un dolor continuo que se alojaba en su nuca.
Atravesaron el portal. Apenas hubieron puesto los pies en el interior de la fortaleza, cientos de luces fueron disparadas desde distintos puntos del edificio. La claridad hería de tal forma que era difícil distinguir los contornos de los objetos. Nuevos funcionarios rodearon a la comitiva. El alcaide se apresuró con las explicaciones.
—Estos que ven, estimados amigos, son los empleados de la Prisión. Se trata de un equipo de altísimo nivel. Operamos, como usted sabrá, señor juez, como una verdadera Función Judicial, de manera que entre los asalariados del sistema tenemos a jurisconsultos que a su vez son jueces y ejecutores. Estas personas que usted ve aquí son abogados y asesores personales míos. Viven y trabajan en la prisión.
El estudiante Carlos Porges observó espantado a tales sujetos. Los asesores y funcionarios eran tan monstruosos como el mismo alcaide. Todos mostraban magulladuras y cicatrices horribles. Algunos presentaban amputaciones, estaban tuertos o parecían retardos. Uno, cuya mirada paralizó al estudiante, tenía la mandíbula colgante, como si fuese un cadáver. El aspecto general del grupo era el de una pandilla completa de anormales y criminales de la peor especie.
Entre estos asesores sobresalía uno al que le faltaba un ojo, que dio unos pasos adelante y se dirigió con aire solemne a los invitados.
—Es un honor —dijo—. Sean ustedes bienvenidos.
El juez Porges, que fingía no captar ninguna anormalidad, se creyó en la obligación de dirigir un breve discurso. Empezó.
—El honor es enteramente mío, señores. El cargo que ostento no hace sino comprometerme en celebrar y admirar la labor, tan felizmente ejecutada, que ustedes llevan a efecto en este recinto de la justicia....
En ese momento el público estalló en aplausos e interrumpió al magistrado, que calló en espera de que la aclamación concluyera. Luego intentó proseguir.
—He de expresarme completamente admirado por esta labor....
Esta vez se escucharon, además de los furiosos aplausos, descargas de armas de fuego, gritos desesperados y gruñidos animalescos. El estudiante Porges, paralizado de indignación y sorpresa, sentía cómo el sudor fluía por la piel de su rostro. Por segunda vez, el juez trató de retomar la ilación del discurso.
—Como decía, señores. Me encuentro en la capacidad de manifestar mi admiración por el trabajo que ustedes desarrollan…
Esta vez el escándalo fue incontrolable. En medio de los aplausos, dos de los espantosos funcionarios empezaron a tirarse las corbatas, siguieron con débiles bofetadas y teminaron liándose a puñetazos. El desorden se contagió a la multitud entera. Al cabo de unos momentos, una batalla campal, con balacera y apuñalamientos, se desarrollaba en frente del juez y su hijo.
El alcaide sacó entonces de su bolsillo un aparato tubular que se llevó a la boca. Era, según parecía, una especie de silbato. Sopló. El objeto no emitió sonido alguno, pero los funcionarios quedaron de pronto inmóviles y después empezaron a aullar como si fueran perros. Se llevaba las manos a la cabeza. Sacaban las lenguas. Terminaron arrastrándose y retorciéndose por el suelo. Algunos, más pacíficamente, emitían tristes sollozos.
El alcaide, aparentemente avergonzado, trataba de equilibrar un nuevo cigarrillo en su boca sin labios.
—Pero, ¡qué diablos! —exclamó—, no vamos a hacer de esto una tragedia. Deben recordar ustedes —continuó, clavando su mirada de reptil en la faz sobrecogida de Carlos Fanta—, que el origen de nuestros funcionarios es muy humilde. Yo mismo, sí, yo mismo he sido uno de ellos, uno de los que sorbieron el amargo envenenamiento de la Ley, un hombre que fue lamido por los azotes del Castigo....
El juez, extrañado, se pasó el dedo índice por el estrecho trozo de piel que el sombrero no le había cubierto.
—No le comprendo, dice usted que....
—Que yo he sido uno de los reclusos. Esa el la virtud mayor de nuestro sistema penitenciario: la completa rehabilitación de los reos.
Porges hijo experimentaba sentimientos indefinibles, que no podrían atribuirse al asombro o al horror. Sus sensaciones en este momento se parecían más bien a una ebriedad que le había reducido a la inutilidad completa. Se sentía enfermo y avergonzado, y ni siquiera la compañía de su padre podía aliviar la angustia que ahogaba su corazón. No era capaz de reacción alguna.
Estaba tan saturado de sensaciones que empezó a dolerle terriblemente la cabeza. El guardia al que se lo había comunicado le ayudó a llegar hasta un baño. Carlos Porges ingresó en él. El ambiente oscuro del baño le produjo cierta paz. Se mojó la cara y estaba pensando en que debía aprovechar el momento para orinar, pues el recorrido probablemente sería extenso, cuando vio reflejándose en el espejo una criatura que se escondía detrás del tanque del retrete. Porges pensó que se trataba de un animal. Con cierta aprensión, se acercó lentamente. Era un niño muy pequeño, casi un bebé. Tenía la piel muy morena y era sospechosamente musculoso. Era incomprensible que anduviera por allí. Estaba desnudo de la cintura para arriba, y también iba descalzo. En sus pantalones ocultaba algo voluminoso y pesado, que el estudiante interpretó en un principio como un tumor o una malformación orgánica. Porges recibió arañazos y patadas cuando intentó coger al chico, pero finalmente consiguió inmovilizarlo. Descubrió con indignación que lo que llevaba en los pantalones era una pistola .38. ¿Quién se la daría? ¿La habría robado? ¿Por qué ese niño, casi un lactante, andaba libremente por la Prisión? Carlos Porges quiso llevarlo ante el alcaide, pero apenas salieron del baño el chiquillo escapó a toda velocidad. Era absurdamente ágil. El estudiante guardó la pistola para entregarla en el momento adecuado, decidido a armar un escándalo por tan inconcebible negligencia.
Sin embargo, cuando volvía para reintegrarse al grupo, el dolor de cabeza retornó con más intensidad y generó nuevamente un sopor angustiante que disipó casi toda su voluntad. Cuando estuvo ya junto al padre, entre este y el alcaide se producía una disputa. El doctor Porges intentaba proponer un argumento que Fanta no aceptaba:
—Además el Reglamento exige que usted nos llame Magistrados —exclamó violentamente Franz Fanta—. Y no dilatemos la cosas por este incidente. Se ha determinado que realicemos un recorrido por la Prisión. Así pues, es preciso que me acompañen. La esposas, por favor.
—¿Esposas? ¿Qué esposas? —preguntó sobresaltado el juez.
—Es el Reglamento —replicó Fanta—. No íbamos a dejarlos sueltos entre tanto delincuente, ¿no? Nosotros somos los carceleros. Usted, al fin y al cabo, es un simple juez. No va a cuestionar nuestro métodos.
El abogado parecía derrumbarse. Empalideció. La voz se le quebró ante la mirada aterrorizada del hijo.
—Es verdad, todo lo que dice es verdad —sollozó.
Reanudaron el camino. En los primeros tramos del recorrido, los interiores eran los de un edificio convencional. Había oficinas escrupulosamente ordenadas, empleados pulcros trabajando sin distracciones, limpieza, organización. Franz Fanta no perdía oportunidad de exaltar sus logros como alcaide mientras dirigía el cortejo. Todo marchaba pacíficamente, y el estudiante hasta llegó a tranquilizarse. Mas un presentimiento le sobrevino cuando Fanta anunció que era preciso abordar la Plataforma para descender a los niveles inferiores de la edificación. La Plataforma era una especie de émbolo colocado en un cilindro gigantesco que había sido incrustado entre las rocas, en el espacio agreste al que se accedía después de dejar atrás las oficinas. En el punto de abordaje, unas puertas metálicas se abrían y cerraban sin ritmo, como si fueran las mandíbulas de un estúpido ser monstruoso. Los visitantes se vieron obligados a saltar para abordar el aparato. El juez, al hacerlo, cayó y se hirió. Parecía volverse cada vez más viejo.
Mientras descendían, Carlos Porges supuso, por el calor agobiante que iba en aumento, que se estaban internando en los confines de la Tierra. La plataforma viajaba a una velocidad desquiciante. Pasaron largos minutos angustiosos. Al fin, el mecanismo se detuvo. Salieron a un mundo completamente inadmisible.
Franz Fanta guió a los visitantes por senderos ocultos en la tiniebla absoluta. Al fin se vio una luz que iluminaba un enorme corredor. Caminaron por él un largo rato. Por fin encontraron una puerta. Fanta la abrió. Lo que se vio era incomprensible.
En un salón amplísimo, sobre grandes tableros luminosos, cientos de humanoides, semejantes a simios, trabajaban inclinados en el cálculo de fórmulas y la escritura de informes, según la explicación del alcaide. Al fondo, detrás de una pared de cristal, por la cual no se filtraba sonido alguno, unos individuos vestidos con overoles luminosos obligaban a beber un líquido resplandeciente a otros sujetos que evidentemente estaban enfermos, incluso moribundos. Carlos Porges intentó hacer acopio de todas sus fuerzas para preguntar qué era todo aquello, pero el alcaide pareció leerle la mente.
—No se molesten ustedes. El entendimiento humano es insuficiente para comprender lo que se hace en estos laboratorios. Solo les diré que se trabaja en el Envenenamiento y la Intoxicación, los grandes castigos.
Se dirigieron a la biblioteca. El abogado Porges iba perdiendo el pelo con cada minuto que pasaba. Asimismo, se encorvaba y trastrabillaba. Paralelamente, Porges hijo se iba empequeñeciendo. Caminaban tomados de la mano, como dos ciegos, pese a la incomodidad que les ocasionaban las esposas.
En la biblioteca, Franz Fanta habló profusamente de los volúmenes que no se podían tocar y menos leer, a excepción de los que contienen Códigos y Normativas, y explicó que, en ciertas estanterías desconocidas para él había portales que desembocaban en gigantescos panteones. Carlos Porges había asumido ya el dominio que aquel hombre había adquirido sobre su mente, de manera que no se sorprendió cuando este respondió a su pregunta antes siquiera de que, con enormes trabajos, hubiera terminado de elaborarla en la mente.
—En los panteones se agrupan, unos sobre los otros, los cadáveres de los autores más perversos de la historia —dijo.
Después se internaron en un laberinto que les pareció interminable, en el que el alcaide se deslizaba con increíble orientación, y fueron a dar por fin en el pabellón de los presos. Había que subir un pequeño promontorio, desde cuya cumbre se podía contemplar en toda su amplitud la abominable escena. Porges hijo, que se sentía como un niño en aquellos momentos, alcanzó solamente a echar un breve y horrorizado vistazo sobre el lago de lava que burbujeaba como un manantial, antes de que el resplandor le cegara y le hiciera perder la conciencia. Cuando cayó unos guardias le quitaron las esposas, le tomaron en brazos y prosiguieron con el recorrido.
Mientras perdía la razón, el juez observó que en los alrededores había pasadizos excavados en la roca viva. Unas cavernas separadas por tabiques de piedra constituían las celdas. En cada una de ellas esperaba un reo. Cada criminal era más horrible que el anterior. Se les había sometido a un procedimiento que les mantenía inmóviles aunque permanecieran vivos, como en un letargo cataléptico.
Cuando Carlos Porges volvió en sí, su padre ya era un anciano. Ya nada cabía esperar de él. Pero la degradación parecía haberle dotado de una pacífica necedad, que se expresaba en la conversación amistosa y relajada que sostenía con el alcaide.
—¿Y este quién es, alcaide Fanta? —preguntó cuando llegaron una celda apartada.
—Ah, este hombre, criminal de criminales, cuya maldad es solo comparable a la de los genocidas más atroces, es nuestro convicto tal vez más famoso: el sabio Diomedes, novelista y cirujano.
—¿Y cuál es su crimen?
—¡Ah! ¿No lo sabe? Pues, aprovechándose de su inteligencia superior, ha escrito un libro abominable.
—¿Por qué se lo considera así?
—¿No lo sabe tampoco, doctor? Veo que está usted desactualizado. Pero le explicaré con gusto: en ese espantoso volumen se reproducen punto por punto los gozos y los horrores del estado fetal. Las investigaciones reportan que, una vez asimilado el contenido del libro, el cerebro del lector genera un proceso psíquico por medio del cual es posible recrear, revivir y reanimar el placer humano primigenio, el deleite del despertar a la vida que experimenta el feto. Esto es intolerable. Cada hombre se convierte, en la lectura de esta aberración, en un pequeño dios, lleno de mounstruoso poder. El no nato es malvado por naturaleza, pero carece de toda facultad para ejercer su voluntad. No tiene inteligencia. ¡Pero piense usted en el ser irreprimible que la lectura de esta obra podría generar!
—No le entiendo bien —replicó el Juez—. ¿Podría explicarme mejor de qué trata el libro, cuál es su argumento?
—Si accediera a tal pedido, abogado, no estaría yo cometiendo el mismo crimen que este individuo?
El juez dio la razón al alcaide, pero quiso aún averiguar:
—¿Usted lo ha leído?
Los ojos de Fanta se encendieron de orgullosa maldad.
—Oh, sí, claro que sí.
Mientras tanto el preso, el tal Diomedes, como le habían presentado, se reía a carcajadas como un idiota. Fanta informó que no había recibido alimento en setenta años.
—¿Cómo es posible que sobreviva? —interrogó el doctor Porges.
—Nuestro científicos han inventado un suero que evita la muerte a estos proscritos. Aquí no se ejecuta a nadie; por el contrario, aspiramos a que los avances en nuestras investigaciones nos lleven un día a garantizales la vida eterna.
—¿Vida eterna para los criminales? —preguntó el juez extrañado.
—Sí —contestó Fanta—. Mire usted: se ha llegado a determinar que la muerte no es una buena medida en estos casos. El criminal muerto es más poderoso que en vida, pues se convierte en una suerte de mesías que inspira a otros a hacer el mal. Así se explican las atrocidades de nuestra sociedad. Es como una epidemia. En cambio, en este eterno encierro, la influencia de los crímenes es enteramente controlable.
Recorrierron calabozos en los que permanecían inmóviles los peores genocidas, antropófagos, asesinos en serie, profanadores de cuerpos, y por fin llegaron a la celda más recóndita, que Fanta calificó como ultraresguardada, aunque a simple vista era como las otras, incluso más elemental.
—Por favor, señores, cúbranse los ojos —gritó Fanta—. No es posible mirar a esta criatura. Es el mal en carne viva.
Los visitantes, los guardias que los acompañaban e incluso el alcaide se cubrieron los rostros con los sombreros y pasaron de largo. Mientras caminaba frente al criminal, el mal en carne y hueso, como le había llamado Fanta, Carlos Porges, escondido detrás de su sombrero, sintió un estemecimiento que, tontamente, le obligó a descubrirse la vista por unos instantes. Miró de reojo, pero por un segundo observó al condenado de frente, a satisfacción. La criatura maligna era una mujercilla desnuda, esquelética, que agonizaba en el piso, retorcida. A intervalos, unas mangueras instaladas en las paredes le lanzaban chorros de agua hirviente.
—¿Pero qué puede haber hecho esta pobre mujer? —se preguntaba dolorosamente Porges—. ¿Cuál será su crimen?
La ansiedad lo aquietó de tal forma que de pronto se vio rezagado. La comitiva había avanzado un gran trecho y estaba a punto de doblar una esquina antes de internarse en un nuevo pasadizo. Carlos Porges tuvo que esforzase para darles alcance.
Cuando estuvo ya entre ellos, el estudiante sintió un hedor insoportable, que al parecer provenía de su padre. El alcaide también lo había percibido, pues comunicó que el juez estaba bajo vigilancia por sus “olores sospechosos”. Ingresaron a una oficina pequeña, llena de escritorios, en la que se habían instalado también un artefacto semejante a una silla eléctrica, tres o cuatro monitores inmensos y decenas de teléfonos negros. Muchos guardias se habían formado contra una de las paredes. Al parecer, era un lugar destinado a torturas y castigos menores, pues gran cantidad de manchas de sangre y otros líquidos humanos ornaban las paredes de la habitación. Fanta se paseaba de un extremo a otro, esquivando el mobiliario; era evidente que estaba muy inquieto. De pronto se detuvo. Su rostro estaba paralizado de ira y temor.
—¡Ah! —gritó—. Se ha terminado la visita. ¡Tengo un presentimiento, señores, un presentimiento! Alguien está cometiendo un crimen atroz. ¡Un crimen!
Carlos Porges entendió entonces que no podría ocultar su culpabilidad. Un impulso irracional le llevó a introducir la mano en el bolsillo del abrigo. Apenas tocó el arma, Franz Fanta gritó triunfalmente:
—Es usted, Porges, es usted. ¡Usted, el hijo de un juez!
El abogado Porges comprendía todo. Se echó inmediatamente a los pies del alcaide. Lloraba, pedía clemencia.
—Perdónelo, por favor, es mi único hijo.
—¿Acaso ese es mi problema? —exclamó Fanta con orgullo. Luego hizo una seña a los guardias, que detuvieron al tembloroso estudiante.
Lo que sucedió a continuación fue tan confuso que incluso Franz Fanta, que estaba habituado a los acontecimientos descabellados y mantenía mientras ocurrían un control de sí mismo casi absoluto, se sintió en verdad atemorizado. Justamente cuando la sentencia para Carlos Porges iba a ser pronunciada, los mecanismos de alarma de la Prisión se encendieron y empezaron a comunicar, a través de los altoparlantes, lo que estaba aconteciendo en los niveles superiores, en las habitaciones contiguas y en el pabellón de los reos. En todos los idiomas, una voz histérica anunciaba: “Es un motín, un motín”.
El alcaide recibió una llamada. Uno de los guardias le acercó el auricular. Pasaron un par de minutos en los que Fanta solo escuchaba. Estaba pálido, rígido. Carlos Porges miraba fijamente a su padre, que se había sentado en una silla y se miraba las manos con expresión de estulticia. El hijo comprendió que estaba enloqueciendo.
—¡Ajá! —chilló Fanta de pronto, lanzando al suelo el auricular—. La han liberado, ella está libre! Tengo que irme, encárguense ustedes de estos criminales—. Y desapareció detrás de una de las puertas, con muchos guardias tras de sí.
Fue la última vez que Carlos Porges lo vio. Porges padre fue trasladado por otros guardias a una habitación contigua para ser torturado. ¡Era la primera vez en su vida que el estudiante se separaba de él! No había forma de soportarlo. Su estómago no resistió. Le condujeron a puntapiés a un baño inmundo, frío, siniestro, donde vomitó hasta sentir que en su vientre no quedaba órgano alguno. Llevaba varios minutos llorando cuando su mente concibió una idea anormal. Extrajo el arma del bolsillo del abrigo y la echó al inodoro. Jaló estúpidamente la cadena una y otra vez, hasta que los guardias se presentaron. Tomaron al preso y le esposaron. Uno de ellos metió la mano en el retrete, extrajo la pistola y dijo tranquilamente: “He aquí la evidencia”.
Pero ninguno de los guardias podía quedarse ya allí, debían acudir a sofocar la insurrección. El que había encontrado la pistola se ausentó un instante. Cuando retornó, comunicó al detenido que sería custodiado por el Agente mientras se reducía a los amotinados. La puerta estuvo abierta largos instantes antes de que el Agente se presentara. Porges no estaba preparado para esa visión. El agente apareció. ¡Era el niño sucio al que había encontrado en el baño cuando entraron al presidio! La escena fue espeluznante. El mocoso, que iba vestido con un sobretodo marrón de adulto, tropezaba constantemente. Llevaba también un sombrero ridículo que casi le cubría los ojos. Pero ya no era un niño, no lo era, su expresión era brutal. Estaba como loco, era un criminal. Las venas le surcaban los antebrazos. Se aproximó al prisionero mientras todos los guardias se alejaban escandalosamente. Lo golpeó con una fuerza increíble. Estaban ya solos. Le habían dejado a cargo de la pistola, la prueba del crimen.
Después de la ofuscación que le produjeron los golpes, Carlos Porges se dio cuenta de que el muchacho le apuntaba con el arma en la cabeza. Le insultaba salvajemente. Su voz era cavernosa, grave, con un estridor enfermizo. Volvió a golpearlo incesantemente hasta que sucumbió al cansancio.
Casi inconsciente, el joven Porges vio desde el suelo en el que yacía cómo su guardián se despojaba del abrigo y mostraba su monstruoso cuerpo desnudo, sudoroso, hirsuto, amoratado. Vio también su horrorosa e infantil erección. Ya nada tenía coherencia. Por allí apareció una mujerzuela que empezó a seducir al pequeño Agente. La erección parecía causarle grandes sufrimientos. Comenzó a lloriquear y lamentarse, con su voz siniestra, para que la mujer lo aliviara. Mas ella permaneció indiferente, y mientras más le suplicaba el chico se volvía más fría y distante. Desesperado, el Agente tomó el arma criminal. Succionó ansiosamente el cañón durante un rato. Cerró los ojos. Entonces se destapó los sesos. La sangre se confundió en el piso con la de Carlos Porges, el prisionero.
Pasaron horas enteras antes de que el estudiante fuera capaz de incorporarse. Reinaba un extraño silencio. Hacía mucho frío también. Logró avanzar hasta el cadáver del Agente, que semejaba un muñeco abandonado. Luego escuchó unos quejidos que provenían de una habitación contigua. Porges sabía que lo que le esperaba era insoportable, pero aún así quiso empujar la puerta. La figura del padre fue apareciendo con lentitud. Se miraron fijamente. El juez estaba encogido sobre el retrete, defecando, asistido por dos guardias, que lo tomaban de las manos. Uno de ellos le acariciaba cariñosamente la calva con la mano libre. Los ojos se salían de la cara enrojecida del viejo. Los pantalones, replegados sobre los zapatos, dejaban ver sus canillas manchadas de heces. Hacía gestos ridículos, tensos, lagrimeaba y pujaba rodeado por su propia hediondez.
—Usted será castigado ahora, Porges —dijo Fanz Fanta, muy lejos de allí. Las palabras resonaron en la mente del estudiante. Fue el momento en que recordó la manera absurda en que había empezado aquella noche. Por orden de Fanta, que hablaba dentro de su cabeza, cientos de imágenes inconexas desfilaron vertiginosamente por su cerebro. Al final le comunicó su sentencia: sería envenenado hasta perder todas las facultades mentales que había adquirido durante su vida como humano.
Y debió enfrentase a eso. No es posible describir ni siquiera aproximadamente la manera en que el joven estudiante Carlos Porges fue despojado de su inteligencia y su voluntad. Solo se puede saber, porque esto fue visto y registrado, que le tomaron entre muchos y le obligaron a tragarse una cápsula resplandeciente, y que luego le desnudaron, urgaron en su recto y le introdujeron un supositorio inmenso que resbaló rápidamente por sus entrañas. Tal vez alcanzó a fantasear con la idea de que agonizaba. En realidad era que su cerebro temblaba y se deshacía, y su pobre mente retornaba a la estupidez, a la inconciencia, a la inutilidad, al vacío.
Poco antes de extinguirse, el pequeño Porges observó a la Madre, con unos ojos que tal vez conservaban, ¡quién sabe!, algo de lucidez. Pero es seguro que se sentía feliz. La Madre había sido capturada, la pena por su crimen atroz se duplicaría. Era un nuevo logro de Franz Fanta, el dueño de los crímenes y los castigos. Parecía más desnutrida que cuando yacía en la celda, rociada con agua hirviente, retorciéndose en su dolor. Apenas vio a su hijo desnudo y babeante, recogido sobre sí mismo, los senos se le inflamaron. Empezó a amamantarlo. Porges necesitaba ser tragado por esa criatura que le hacía tanto bien. Succionó con avidez. La leche que le caía en la cara era tan abundante y tan dulce que deseó asfixiarse en ella hasta desaparecer.

6 comentarios:

  1. Qué cuento más raro. No entendí

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  2. . pero el contexto estilo de el proceso, funcionarios anónimos... no sé. También el niño y la 38.... por favor. Pero en cambio esa parte cuando fANTA habla con alguien en la oscuridad está una bestia.

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  3. esto si es verdad susedio en el peru

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  4. no lei nada asolo lo pase a abajo

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  5. que feo deberian sacar es ta cosa que horrible

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Habla y te salvas