domingo, 17 de julio de 2011

La carita de Dios


"En el principio, cuando Dios creó los cielos y la tierra, todo era confusión y no había nada en la tierra. Las tinieblas cubrían los abismos mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas". (Gen: 1-2)

domingo, 3 de julio de 2011

Abortero


Dios le extrajo el corazón, con la misma paciencia con la que él desprende trozo a trozo la carne transparente de aquellos que han sido exterminados entre los órganos tibios de su madre. No tiene ayudantes, su único auxilio son las pinzas relucientes que se incrustan y enredan entre las tripas. Aunque posea otros instrumentos, las pinzas son para él más valiosas que las propias manos, y él las desinfecta siempre con pulcritud. Ante ellas siente algo como una humildad, como si estuviese rodeado de joyas o en presencia de los objetos sagrados de las iglesias.

Nunca mira a sus clientes, cuyos ojos torcidos gotean mientras les vacían el vientre, ni dice palabra alguna cuando trabaja. Solo introduce las pinzas, hurgando un poco, las abre y las cierra cuidadosamente hasta que siente que han encajado algo.

Entonces se le eriza la piel. Sus dedos son sensibles como el tacto divino.

Cuando alcanza algún brazo o pierna, basta solo un tirón y el cuerpecillo está ya casi faenado. A veces tiene dificultades con los cráneos, y no hay otro remedio que apretar con fuerza hasta hacerlos pedazos. Las pinzas transmiten entonces un mínimo temblor.

Pero no es un carnicero, por más que sus blancas ropas hayan dejado de resplandecer debajo de la sangre seca. Sobre la charola se colocan los huesecillos, y a veces hasta se puede decir que en los restos hay cierto orden y armonía, como en un modesto poema.

Cuando joven, soñaba con enfrentarse a la muerte.

Sale del consultorio muy por la noche, cuando ya nadie le ve. Pero no siente vergüenza, pues el trabajo le impide filosofar. Está como ensordecido. En sus pesadillas, alguien le descuartiza o una ventosa le absorbe.

Mientras se marcha, piensa en la cara de sus clientes, que es dulce, como la de las vírgenes que se representan con Niños entre los brazos. Sus padres les acarician y ellas no dejan de compadecerse, como si estuviesen enfermas o hubiesen sido víctimas de una maldad indescriptible. El abortero les prescribe drogas que amortiguan el vientre, y al poco tiempo se olvidan ya de los restos, con su memoria de niñas.

A veces ve a mujeres por allí, y cree reconocerlas. Si se cruzan cara a cara, ellas simulan no haberlo visto jamás, y entonces el abortero se complace de su misión perfecta.
Con los años perderá la precisión, pero eso no será para él un problema, porque no es un esteta. Tampoco importará que enloquezca. Da lo mismo que las cicatrices sean largas o ínfimas. Es exactamente igual ser despedazado al principio o al final. Ese es todo su conocimiento. Si no estuviera convencido, la mano le temblaría y no pasaría un día sin vomitar.
Extrañas verdades han sido inyectadas en su cerebro poderoso.

Proxeneta


Mete las manos en las vulvas de las mujeres y les irrita los ovarios, rascando con sus uñas ennegrecidas. Les hace entender que un día les arrancará las entrañas y que en adelante ese orificio apestoso es solo suyo y se alquila por 20 pesos.

No necesita repetirlo. Se acuesta a esperar sus ganancias. A medida que avanza la noche, ellas van llegando con el porcentaje. Si intentan estafarle, el Proxeneta lo advierte en seguida y les abofetea. Cuenta los billetes dos veces y casi siempre las despide fríamente. Pero a veces está de humor o siente lástima, y entonces les da un beso que les hincha la boca y les hace sangrar los labios. Las desviste y somete allí mismo. Eyacula en la vulva o en el ano cuando quiere halagarlas.

Si hay problemas, se levanta para aplastar las narices de los que no pagan, y los muchachos se echan a llorar cuando les amenaza con meterles la bota entre las costillas.

Otros son más avezados y es necesario advertirles que les romperá las piernas o les clavará una bala. El Proxeneta nunca ha matado a nadie, pero una vez se vio obligado a extraer una vara de hierro oxidado del recto de un hombre.

Se le cree de mal corazón, aunque en realidad es compasivo e indulgente. Está hecho de carne y hueso. Cuando ama a una mujerzuela, se encierra noches enteras a emborracharse para forzarse a olvidarla. Entonces el sufrimiento se diluye en el alcohol, como los corazones vacíos que se guardan en frascos y que han perdido ya toda la sangre.

Pero a veces quisiera pasarse toda la noche con una o dos de ellas, y besarlas en la frente y en los párpados, y acostarse tranquilamente y mirar la televisión. Incluso podría ventosearse en paz y cerrar por fin ambos ojos… Hasta le gustaría sacar los billetes y pagar el doble de lo acordado.
Pero jamás lo hará, porque ellas son peligrosos como culebras o gatos. Sacarían las uñas y le perderían el respeto. Se aprovecharían como hacen todas las putas, que mienten y traicionan y son ociosas y muerden al que les da de comer. Por eso no se da ese lujo y cuando se ajusta los anillos piensa que en justicia debería partirles la boca.

Sin embargo se retiene. A veces siente deseos de suplicar, y se mira el reloj que brilla, y se huele a sí mismo y la colonia es como un mensaje incomprensible que le llena de ira. No quiere mirarse al espejo, pero le es necesario acicalarse, pues no es ningún patán. Entonces le dan ganas de fumar y de pronto llega otra ramera.

La toma por los cabellos y ella se postra ante él, que es ya como un Santo.

Levanta la mano y una luz celestial le habita la piel del rostro, como en una transfiguración. Los golpes no son brutales. Son como besos o pedradas, y resuenan en la penumbra de la habitación. Algún cliente asombrado pagará alguna vez para ver cómo les pega.

Cuando todo termina, el Proxeneta deja que ella sea la primera en usar el baño. Le da miedo perder la fuerza cuando sea viejo, pues las putas se alimentan de la debilidad de los hombres y nunca envejecen. Llegará un momento en el que se desquitarán de sus golpes. Entonces él comprará más anillos, de brillante acero y de oro, y un día nacerá un Hijo que al crecer le defenderá de las putas.

Él lo salvará, hincando una fría cuchilla en el corazón enorme de su Padre.

El Parricida


Es aquel que tomó el inmenso ovillo que se le había atorado en la tráquea y lo enredó con fuerza en la garganta de su Padre. En ese momento este quiso girar y abrazarse a su hijo, pero no se le ocurrió arrodillarse, pues su soberbia le impedía pedir clemencia. Luego el Parricida extrajo de su boca un largo colmillo que había retenido por siglos y lo incrustó con lentitud en las tripas de las que le había venido la vida. Fue imposible saber si los resuellos eran del asesino o de la víctima, y cuando el cuerpo cayó, la sangre borboteó en la cabeza del hijo y se mantuvo hirviendo para siempre.

En ese momento, el suelo se estremeció bajo sus pies.

El Parricida se pregunta si el mal estuvo ya en su padre, que engendró un criminal, como si hubiese eyaculado veneno. Se lo pregunta con tanta insistencia que se rasca hasta que hacerse sangrar el cuero de la cabeza.

Debería sacarse los ojos, pero no siente ese impulso, y el crimen le genera más bien un pacífico agotamiento. Un resplandor le ilumina desde el cielo. Se mira las manos, y se sorprende de que tengan tanta fuerza. Son como tenazas. También es curioso el tremor que le recorre el cuerpo, extraordinario como la sensación de una descarga aplicada directamente al músculo.
No se da cuenta aún de lo que ha hecho. Por eso es grandioso, como el Ignorante que clavó la lanza en el costado de Cristo.

Antes de matar a su víctima, el asesino le juzgó. Era, sin duda, absolutamente culpable, indigno de piedad. El Parricida imagina que su esperma de anciano se suspende en una copa de cristal, como un espectro que flota.

Lo tomó por sorpresa, cuando el padre se hundía en su sueño decrépito. Le había examinado detenidamente, comprobando su horrible culpa. Una sarna le comía la piel de las manos. Las bolsas de los ojos se abrían como cuencos de sangre. No era difícil intuir el corazón, que estaba verde y agusanado.
Por eso el Parricida hubiese deseado una maza o un instrumento para desprenderle la mandíbula, pero solo encontró aquel nudo en la garganta que brillaba como un nervio luminoso en las cavidades de su cuerpo. El Padre, sordo ya, sonreía dándole la espalda. En silencio, le acordonó. Apretó y al poco rato sobrevino la asfixia.

Dios los miraba desde el cielo, sin decir palabra. El Parricida piensa que solo el que ha pecado puede respirar y comprende lo que es el aire. Si no fuese así, daría igual. Dios es también un monstruo, pues es Padre y es Hijo por su propio capricho. No hay mano asesina que no sea en realidad un Órgano celestial, ni parricida que no se autoextermine al cometer su crimen asombroso.

Se aleja del cadáver, y espera que pronto la Naturaleza empiece a despedazarlo, en su infinita rapiña. La tierra se rompe y se abre para recibir al Parricida. Los condenados están listos para lanzarse sobre él, pero nada de eso lo amedrenta. Se abre paso entre los hombres, que arden bajo su mirada.

El dolor es para él una desgracia ignota, pues la maldad no infecta a los corazones inmundos.