domingo, 24 de octubre de 2010

La fabulos historia de la caca (Parte I)

¿Se imaginan que nuestra porquería se convirtiera en un tesoro y que toda una serie documental se centrara en estudiar la caca alrededor del mundo? Les presentamos una divertida e impactante serie que combina aspectos biológicos, psicológicos, históricos, científicos, sociales y culturales alrededor de los excrementos animales y humanos. Para el reino animal, los excrementos tienen multitud de importantes funciones: identificación biológica, prueba de la salud o transporte de mensajes en código entre algunas criaturas. Los humanos, por su parte, tienden a sentirse avergonzados de sus heces aunque cada humano produce en toda una vida seis toneladas de excrementos. Según Freud, este tema nos incomoda porque nos recuerda nuestra naturaleza más puramente animal. De hecho, la industria sanitaria busca constantemente nuevas ideas para deshacernos de esta particular basura. Para luchar contra su desagradable hedor, investigadores japoneses están desarrollando una pastilla que podría eliminar el olor de nuestras heces. No obstante, la humanidad ha comenzado a entender los beneficios que podrían sacarse de esta abundante sustancia: como fertilizante, como material para la construcción, para hacer sopa, tostar café o incluso para fabricar cosméticos, tal y como ya lo usan las geishas. ¿Se atreven a descubrir todo lo que nunca hubieran preguntado o ni siquiera imaginado?

jueves, 14 de octubre de 2010

Amor aberrante

El amor. Ese asunto bizarro. Esa trampa de la naturaleza para asegurar la perpetuación de la especie, para decirlo parafraseando a Schopenhauer. Otra de las ficciones de la cultura.

Tres películas asiáticas que abordan el tema más allá de los lugares comunes.







sábado, 18 de septiembre de 2010

El exorcismo de Almansa


En el pequeño poblado español de Almansa, en el año 1990, Rosa Gonzalvez, quien trabajaba como curandera, cometería junto a dos de sus amigas el asesinato de su única hija, Rossi, de 11 años. El relato de este crimen incluye un ritual de supuesto exorcismo (pues creían que Rossi estaba embarazada del demonio) que terminó en la extracción manual de su útero y varios órganos más a través del conducto vaginal.

Al parecer, Dionisio no es el único capaz de provocar un frenesí asesino que lleva a las mujeres a asesinar salvajemente a sus víctimas. El dios de los cristianos también tiene lo suyo.

martes, 31 de agosto de 2010

A la intemperie quedan los astros

Mi amigo, Jesús, me había dicho que en el parque existían 34 prostitutas y que había gozado de los servicios de cada una de ellas. Fui a comprobarlo. Al dar un paseo por los senderos del parque, descubrí a no pocas mujeres, pero ninguna parecía prostituta. Todas de algún modo eran bonitas, elegantes, inocentes, recatadas, cultas, ceremoniosas al andar. A ninguna se le notaba el ansia de la búsqueda del huésped o del cliente. Miraban a cualquier parte menos a los ojos del hombre. Si alguna estaba hablando con alguien, parecía que lo hacía con su marido o con un amigo. Reían, paseaban, pero jamás se notaba rastros de concupiscencia ni ansiedad, ni siquiera un antojo de coqueteo. Todo era natural. Esperaba ver por lo menos a alguien, por lo menos a una pareja, que se desviara de los cuadros de los paseos y fuera a una calle sombría hacia un hotel. Pero jamás vi tal.

“No son prostitutas” fue mi determinación. Jamás estaría con ninguna de ellas. Jamás me atrevería a preguntar “¿Cuánto?”. Jamás. Eran damas, dignas de enamorarlas, dignas del himeneo mas no de la mancebía.
Una leve llovizna empezó a caer. Algunos de los transeúntes se parapetaron debajo de las arquerías de los edificios coloniales, otros se fueron, yo escampé en un café, me deslicé hacia la ventana. Y desde allí descubrí que Jesús tenía razón. En el parque quedaron, cual si hubiera corrido un cedazo, 33 chicas. Eran ellas, ahora fácilmente identificables, clasificables, incluso, me atrevería a decir, más lujuriosas, más deseables. Iban escaseando conforme uno dirigía la mirada de la periferia del parque al centro, hacia la pileta, y se notaba cierta mejora en los detalles del rostro y del cuerpo. Estaban, sin duda, jerarquizadas. A un lado de la pileta se adivinaba a una Anita Ekberg a punto de entrar en la fontana.

Estaban allí, dejándonos todo el derecho a elegir una. La adecuada, la que más se insinuara entre el agua que resbalaba por sus rostros y muslos. Un escaparate público, más público ahora que nunca. A las rameras no se las distinguía entre el gris desvanecido. Parecía que todas vestían igual, que eran realmente un gremio.
Estaban allí, las conté: 33. Faltaba una. ¿Dónde estaba? ¿Se fue a guarecer de la lluvia, como lo más normal? O ¿estaba con un cliente? ¿Con Jesús, mi amigo, gozando la lluvia, el minúsculo frío acumulado en las bellas corvas?

Decían que se cotizaban al doble con la lluvia, porque se vislumbraba su piel a través de la tela mojada. Tonterías. Eran prostitutas caras porque se las debía cotejar para servirse de ellas, porque no aceptaban un “¿Cuánto?” como flirteo.

De pronto, comenzó a llover a torrentes. Ahora sí, ellas no soportaron el chubasco. Caminaron a un lado hacia un atrio para guarecerse. El parque quedó vacío como una estampa, con un aire de enjabonado. De ese vacío, surgió una novia toda vestida de blanco. Corría con incomodidad sosteniendo con su mano izquierda la cola de su amplio vestido y con la otra el velo que parecía desintegrarse en el agua.

Nadie supo hacia dónde se dirigió, nadie supo si ese apremio lo ordenaba el atraso o la vergüenza, la persecución o el amor. Yo no dejaba de pensar en la puta que faltaba, pero ellas en cambio tenían un aire de estar pensando en el novio de esmoquin y en una lluvia de arroz.

jueves, 19 de agosto de 2010

Vigilia


Relato breve de Gregorio Parma

Apagó su cigarrillo en el cenicero y toda posibilidad de expresión desapareció de su rostro, se borró con la primera luz de la madrugada que bajaba lenta y pesada desde las persianas, consciente para siempre de que lo único que nos queda es morirnos, de risa o de aburrimiento, morir lentamente al sol hasta que el mediodía nos aplaste contra nuestros propios recuerdos.

Lo único que puedo hacer es agregar revelaciones como escombros. Solo, al fin; solo y consciente de todo, se dijo a sí mismo. Salió al patio, respiró la humedad subiendo desde la tierra y el pasto, sintió sus piernas vacilar a cada paso. Miró a su alrededor, supo que no había nada de lo que pudiera sujetarse; temía caer en cualquier momento. Llegó tambaleándose hasta la puerta que daba a la calle.

A su hijo menor lo eliminó de un solo martillazo en la cabeza, recordaría por siempre su cuerpo desplomándose como lo hacen las reses cuando les disparan en la frente, perdiendo de repente toda su vitalidad, como si nunca hubiera corrido por toda la casa, atravesando las habitaciones con gran agilidad e inclinando un poco el cuerpo para esquivar muebles y personas.

La hija mayor gritó mucho antes de morir ahorcada. Gritaba desde que él golpeó a la madre contra la puerta y ella cayó inconsciente sobre las baldosas, desde que vio salir el hilo de sangre que brotaba de su cabeza y manchaba los cuadrados blancos.

Tenía un revólver, podía haberlo utilizado para matarlos mientras dormían, pero no lo hizo, a pesar de que cada vez que había imaginado la escena el arma era siempre su Colt plateada, cargada en silencio en el baño. Solo ahora, después de que todos estaban muertos, la tenía contra su paladar. Sabía que no lo iba a hacer, pero quería fingir que sí, que la culpa podía lavarse de algún modo en la tentativa de la auto-eliminación.

La penumbra tejía un cuerpo laxo y desnudo sobre la cama. Inmóvil, o casi, excepto por los manotazos que cruzaban su rostro, que alejaban algo que ciertamente no estaba allí. A esa hora, las casas preparan su propia música cotidiana: maderas crujiendo, una tubería vieja, el viento contra las ventanas que empiezan a azulear. El cuerpo dejó de agitarse, giró sobre sí mismo hasta quedar de lado, recogió las rodillas contra su pecho y se detuvo. Soñó, también, que el disparo despertaba a los demás.

martes, 17 de agosto de 2010

A pasos de gigante


Parricidio sin culpa ejecutado por Sebas

Al principio el niño no supo cómo reaccionar. Sintió algo extraño en el cuerpo y contuvo el aliento. Sus manos se habían vuelto enormes, al igual que sus piernas y el resto de su ser. Se golpeó la cabeza contra el tumbado al intentar saltar de la cama, como era su costumbre.

No podía erguirse demasiado si pretendía salir caminando del cuarto. Pasó frente al espejo, en donde apenas se reflejó su cintura. Con la cabeza entre los hombros, un poco jorobado, salió entre risas, dispuesto a dar una paliza a sus padres.

La madre, para su mala suerte, es la primera en interrumpir su camino. Inmóvil ante su hijo gigantesco, no opone resistencia a la trituración de su cuello. Su pobre cuerpo sube y baja, sube y baja al ritmo de la mano del monstruo.

La mujer, hecha pedazos, queda atrás. El niño busca al padre.

Se agacha para avanzar con comodidad y continúa su camino a gatas. Huele el cuerpo del hombre apenas entra a la sala. Distingue su espalda y escucha sus carcajadas. Avanza, avanza. En una de sus risas, el padre lo sorprende al girar sobre su asiento. La cara de su inmenso hijo frente a la suya lo congela de espanto. Sus brazos y piernas convulsionan. El niño grita en su defensa, y su rugido sacude la habitación. Entonces toma al padre y lo arroja con fuerza increíble. El cuerpo permanece adherido durante unos segundos antes de deslizarse lentamente hasta el piso.

Sobre la pared brilla un rastro viscoso. La figura masculina de acción cae al fin sobre una muñeca despedazada. El niño se erige sobre los restos, que reposan mientras reciben una leve e infantil lluvia salada. Luego se inclina para recoger los pequeños cadáveres descoyuntados.

Los cuerpos crujen lentamente. Los sujetan las manos de un gigante precoz.

sábado, 14 de agosto de 2010

Cruda




Escena pervertida imaginada por Pablo Sevel


La crudeza de tu piel ya no importa, menos aún esa retahíla de improperios con los que sueles adornar cada coito anal que mantenemos en la sala de la casa. Cerdo es lo de menos, pero yo embisto con bestialidad, quiero romperte en dos a ver qué pasa, a ver si así dejas de joderme tanto la vida y te olvidas de reclamarme a cada paso todo lo que hago, lo que decido, lo que busco.

Sí, soy un adicto, sí, no salgo prácticamente de casa, escribo y escribo como un poseído, como un afiebrado hijo de puta, escupiendo a esos que salen en la prensa, a esos que son la autoridad, a los vendidos y mamarrachos que colman esta ciudad de porquería.

Desde el balcón veo las fundas repletas de basura, de desperdicios, del olor real de este maldito barrio y te recuerdo, a ti que, pasando un día, llegas con ese culo enorme, con tus ojos y tus cejas parecidas a las mías, con tu arrechera y un poco de comida para después. Preferiblemente carne, embutidos, papas fritas, cola, energizantes, todo lo que haga más maleable a tu culo, lo que lo convierta en un maligno, e inservible, remedio contra el hastío.

“Hacer el amor” es penetrar tu vagina. No, gracias, qué convencional papelón. Lo otro, lo otro es la ficción de un infierno proyectándose desde el pene hasta ese agujero apetecido, maloliente y húmedo. Eso es vida. Bueno, era.

No sé por qué hoy has llegado en el papel de chica seria, con lagrimitas en la cara, con las piernas y la voluntad cerradas.

“Ya no más, papá”, dices, el murmullo te brota con convicción.

Las razones no me importan, lanzo la vaselina contra la chimenea, me veo los dedos que hoy no frotarán nada, la sensación de ahogo se atenúa cuando te miro y sé que eres parte de mí, de esta no puedes escapar: el laberinto nunca tiene una salida definitiva.

Por lo menos déjame la comida, carajo, respondo, sin lágrimas, como el adicto que sabe que solamente debe esperar, que dios proveerá. Aquí no hay drama, sólo deseo.

Corro al estante, al espacio en donde he empotrado la cámara de vídeo. Tengo en mis manos nuestra mierda, la saboreo a lengüetazos. No es lo mismo pero me sirve por unos segundos, mientras tu olor me parte la nariz manchada de polvo, del único polvo en el cual dichosamente nos convertiremos.




martes, 10 de agosto de 2010

Batman under the red hood


Directo al punto: Batman es uno de los pocos superhéroes (o quizá el único) que merece la pena como tal. Su profundidad psicológica va más allá de la idea del Bien como imperativo absoluto. Sus actos rozan peligrosamente el ámbito de la maldad. Es como si estuviera siempre a un paso de ser un villano, como si entendiera que la única forma de enfrentarte a un enemigo es terminar pareciéndote un poco a él.

En Batman under the red hood debe enfrentarse a un personaje que elimina a unos criminales y pacta con otros. Se plantea el dilema: la lucha entre el bien y el mal puede ser virtualmente infinita si se mantienen como absolutos a estas dos posturas, pero ¿qué ocurriría si el bien traspasara su campo y jugara también con las reglas de su oponente?

A diferencia de otros superhéroes, Batman parece encarnar la frase de Nietzsche que dice que cuando miramos en el abismo, éste también mira en nosotros. El hombre murciélago lleva esa huella y camina siempre en la frontera.

domingo, 27 de junio de 2010

Izo (2004) Takashi Miike

El espíritu de la venganza, un demonio indestructible que atraviesa el tiempo. Kierkegaard ha señalado que lo terrible no es morir, menos aún si se admite, desde cualquier credo, una vida más allá de lo terrenal. Lo terrible, nos dice, es la angustia de morir la muerte una y otra vez, morir sin poder morir, abismarse en la desesperación donde cada instante nos proyecta hacia un dolor infinito. Ese es el signo de Izo, un ronin salido de una anterior película de Miike donde termina crucificado, pero su naturaleza de odio no acaba nunca y éste continúa enfrentándose y asesinando a todo tipo de personas en diferentes épocas de la historia japonesa. Herido siempre hasta el límite de la muerte, su suplicio es vencer y tener que seguir su camino de destrucción.

lunes, 21 de junio de 2010

Perlas de G. K. Chesterton


El criminal es el artista creativo, y el detective solo el crítico.
(de La cruz azul)

Un delito es como cualquier otra obra de arte. No se sorprenda. Los delitos no son, bajo ningún concepto, las únicas obras de arte que salen del taller infernal.
(de Los pasos extraños)

sábado, 12 de junio de 2010

Atrabilis

Caminas por la ciudad después del aguacero. El aire limpio y la humedad de las cosas. Has decidido que quieres suicidarte. Buscas al tipo que te ofreció un revólver barato y un par de balas. Te espera unas cuadras más adelante. Tienes miedo, pero el impulso de muerte termina venciendo siempre a los instantes de vacilación. Sabes que nada te espera del otro lado. Un vacío perpetuo en tu conciencia extinguida. No habrá memoria. Tu pequeño ego se disolverá con el sonido de la detonación. Pero de pronto has descubierto que ese abismo definitivo es absolutamente deseable, incluso más que seguir viviendo. Tampoco se trata de una decisión abusiva: tarde o temprano deberás morir, experimentar lo inexperimentable.

El tipo te espera junto a unas escaleras. Le pides el arma y te responde que él lo puede hacer por ti, que no tiene problema en poner una bala en tu cerebro, pero no aceptas. Quieres hacerlo tú mismo. Notas, a partir de la cabeza rapada, la fiereza de su rostro y la profunda línea vertical que divide su frente, que el siniestro vendedor es Vladimir Mayakovski, el capitán del barco que se estrelló contra la vida cotidiana. Un ángel suicida que ha venido a acompañarte.

Si esto fuese una película, despertarías con el arma bajo tu almohada y la sensación de muerte continuaría en la vigilia. Pero no es así. Tienes un arma junto a la sien. Nunca tu pulso estuvo más firme. Nunca tuviste tanto miedo. Caer. Abismarse dentro de todos los sueños y caer. Seguir cayendo hasta el infinito. La muerte tiene su camino: el espacio entre el tambor del revólver, el cañón y tu cerebro. El infinito dentro de una pistola.

lunes, 10 de mayo de 2010

Spleen

Calle abajo. No encuentro lo que busco.


Salir de la cama porque se supone que debo hacerlo como todos los días.

El chorro de whisky antes de acostarse ha ido creciendo hasta convertirse en un doble sin hielo.

Cada noche cumplo una suerte de ritual en el que abraso mi lengua y mi garganta de un solo trago.

El ardor en el estómago lo siento levemente mientras me voy quedando dormido, mientras me preparo para atravesar el país de la fantasía. Alguien se preguntaba cómo podemos despertar cuerdos cada día después de una experiencia como la del sueño.

Miel de fuego vertical. Y el vaho asciende hasta las paredes de tu cabeza.

Todo drogadicto está siempre ocupado en traducir en palabras las sensaciones que experimenta. Metáforas salvajes que rehúsan cualquier asimilación de sentido: elásticas, escurridizas, blandas. Las palabras se depositan sobre el aire lleno de humo y flotan hasta perderse en él, hasta que el calor las incorpora, hasta que se incendian con el próximo fósforo que se enciende para prender un cigarrillo o una pipa. Más tarde regresan y pululan como fantasmas inquietos, saltan de cabeza en cabeza dejando un eco desconcertante que se cierra siempre con una carcajada leve que resuena dentro de nosotros y nos enloquece de a poco, imperceptiblemente, hasta convertirnos a nosotros mismos en esa carcajada.

Nuevas palabras se diluyen en el espacio.

Atravieso el día entre la furia de mis audífonos a todo volumen.

¿Quién está en el chat room?

Cada persona tiene un instante del día en el que se desconecta de su sistema central para esperar a la llegada de la noche y el sueño. Nadie nota cómo ni cuando ocurre. Es una metamorfosis sutil, un ocaso interior cuyo declinar mismo nos imposibilita para percibirlo.


Uno doble sin hielo.

martes, 4 de mayo de 2010

Equidna


La señora tiene más de 60 años. Está sentada del lado de la ventana, en la fila que va detrás del asiento del chófer del autobus. Tiene las dos manos juntas sobre su regazo, hombros relajados y mentón sobre su pecho. Parece una antigua estatuta, no solo por la postura que tiene, sino por la profundidad de las arrugas que se alcanzan a ver en su rostro. Líneas hondas que van marcando sucesivos abultamientos de piel sobre frente y mejillas. De las comisuras de sus labios se desprenden finas líneas como aquellas que aparecen en la pintura resquebrajada. Va dormida, como en un reposo en el que se concentra toda su energía vital, como esperando que una de sus arrugas cobre vida y crezca como una grieta en un dique hasta romper las paredes de su cuerpo y explotar con todos los fluidos que corren en su interior y una montaña de vísceras sobre su asiento que los demás pasajeros contemplarán con horror.

Pero nada ocurre. La vieja sigue en su impaciente inmovilidad. Hay en ella esa quietud salvaje que tienen los cuerpos alunados.

Un ojo se abre. Todo el espacio del bus queda contaminado por ese gesto. El ojo glauco emerge de su sopor y gira sobre sí mismo para abarcar a cada persona a su alrededor.

jueves, 29 de abril de 2010

El Pusher


Prosa lírica de Felipe Rentería


El Pusher camina por la ciudad. Los drogadictos se le acercan, nerviosos, como los leprosos a Cristo. En los callejones, el Pusher alarga su mano y toma los billetes, que envuelve con rapidez. Sus clientes le miran ansiosos apenas entrega la mercancía. Para estas ocasiones el Pusher ha perfeccionado una mueca, que exhibe en esos momentos como diciendo: ‘Anda a drogarte, hombre, por mí está bien’.

Los adictos se escabullen como sabandijas y se sientan en los rincones para incrustarse la droga.

A veces el Pusher escucha secretos que le dan risa, por más que se los relaten como si fueran grandes tragedias. Se ríe porque sabe que después de un momento, aplicada la dosis, hasta el más desdichado volará hacia los cielos sobre el mar del placer y la gloria, convertido en Ícaro, en Monstruo Todopoderoso.

Al que duda, el Pusher le empuja suavemente la cabeza sobre la línea de polvo blanco. Cuando el tipo se incorpora, lo examina unos instantes para ver cómo se le ensanchan las pupilas, que empiezan a tragar con ansias las visiones de la grandeza. Entonces le da un manotazo en la espalda, y un instante después ambos están ya en otra cosa.

A las fiestas le invitan poco, pues saben que su presencia es la tentación divina, la promesa intoxicante de la vida sin dolor. Sin embargo él espera pacientemente en la calle, fumando un cigarrillo, y todos saben que está allí y que solo hace falta salir a llamarlo.

Él mismo ha tomado substancias malignas, mas no es un adicto, y si vive de ellos es porque, en cambio, puede respirar sin esas porquerías que enturbiarían su sangre perfecta. Por eso es un hombre, uno que Jamás Fue Vencido.

¿Y los drogadictos? El Pusher sabe que la vida de mierda que llevan no vale ni lo que se paga por un gramo. No son nadie, porque nadie les toma en serio, pues hay miles como ellos; ni siquiera el Pusher les quiere realmente, por más que les abrace y se acuerde de sus nombres sombríos.

Pero él jamás les miente sobre eso. Sus sentimientos son metálicos, sin rastro alguno de piedad. El Pusher es ajeno a todas esas patrañas. Es extraño hasta a su propia carne.

A veces, los adictos que le deben dinero le piden perdón. Él los mira fríamente, hasta que comprenden que eso no puede exculparse.

No, no se puede, porque nadie hay más poderoso que el Pusher, a quien se le ha revelado el secreto asombroso de que no hay diferencia entre los dioses y los hombres, de que la perfección y el cielo existen realmente, aunque duren lo que dura un chute.

Él no los perdona y les niega la dosis. Ellos se alejan, confusos y angustiados. Entonces apuñalan y roban para pagarle, y vuelven llenos de humildad, como entregando una ofrenda. El Pusher les inyecta personalmente, y los adictos, con las tripas estremeciéndose de júbilo, sienten que el dolor no es invencible y que por fin están vivos y les tiembla el corazón. El Pusher reprime la tentación de acariciarles como a los perros dóciles a los que se ha arrojado carroña.

En esos momentos, el Pusher es su Padre.



jueves, 22 de abril de 2010


Mujerzuelas

Prosa lírica de Felipe Rentería

Son muy feas, pero se enorgullecen de los hombres que han destruido y ni la princesa más delicada se les iguala en vanidad. Son dueñas de secretos extraordinarios. Obligan a desnudarse a sus amantes, a los que lamen y babean. Les introducen las uñas en el recto, que se aprieta como para retener la masculinidad que se escapa. Luego les meten los dedos en la boca, y los hombres, hipnotizados y temblorosos, imaginan que sus heces huelen a ámbar y ambrosía.

No hay que acercarse a ellas. Cuando uno las encuentra en la calle debe mirar para otro lado, no sea que caiga también en la atracción invencible de su mal olor magnético.

Jamás se lavan los dientes. Sus cuerpos están atrofiados, como los de las enanas, y parecen hongos o setas más que seres humanos. Comen hamburguesas con huevo que luego eructan llenas de placer.

El dinero se lo guardan bajo las tetas, que cuelgan como negras bolsas de hule, con los pezones como desagües. Usan mallas con festones y botas militares; se maquillan con trozos de carbón.

Cuando niñas, jugaban a castrar a los perros.

Nunca usan calzón. Los vellos se les enredan para ocultar ladillas y piojos, que viven en la pelambre como las fieras entre las matas. A veces trenzan escaleras por las que hacen subir a los poetas, a los que luego pinchan con alfileres y les revientan los ojos. Cuando están caídos, les escupen o vomitan, y en ocasiones les impregnan el menstruo.

Se consideran, con soberbia, sacerdotisas de un antiguo culto.

Han parido hijos a los que matan de hambre; a sus madres las martirizan presumiéndoles sus aventuras. Conocen más que cualquier científico la anatomía de las vergas erectas y los escrotos arrugados, exploran con exactitud sus venosidades, nervaduras y pellejos, que pellizcan con gozo cuando atrapan un ingenuo.

Son capaces de identificar por el hedor cualquier enfermedad venérea. En esto son infalibles. Son las maestras de la pus y los fluidos. Recetan alcanfor para las llagas del herpes y vinagre para las úlceras del chancroide.

Tienen papiloma y pronto morirán, más eso no les importa, porque, en su sentido, son bellas y perfectas. Huelen tan mal que hasta en los infiernos los diablos se taparían las narices. Por eso sus hombres las adoran. Se acuestan entre sus brazos y dejan que los amaquen. Ellas les hacen tragar el licor lechoso de sus senos varicosos hasta que sus cerebros se reblandencen. Entonces los llevan de fiesta. Van todos a las plazas, hacen grandes escándalos y beben en las calles. Luego, en la estupidez de la ebriedad, ellos exhiben las billeteras y compran drogas para ellas y sus amigos.

Cuando están tristes se rapan la cabeza. Les gusta fingir que son hombres y se tocan entre ellas. Sueñan que un caimán les introduce por el recto el miembro, que se desprende y emerge por la boca, y luego vuelve a penetrar por sus vaginas malolientes.

Si Cristo resucitara, oh, le meterían las lenguas por el ano hasta alcanzarle los intestinos, le harían renegar y maldecir mil veces debajo de sus uñas ennegrecidas. Así lo liberarían. Si Cristo volviera para ellas, no habría otra Resurrección. Ellas le darían de lactar para que vomitara a Dios, para que se escupiera a sí mismo. Él, entonces, estaría salvado, incrucificable, metálico. Después, en su esplendor, le arrancarían un testículo a mordiscos.

Son mujerzuelas. Nadie las puede tocar.

A pesar de su orgullo, son expertas en humillarse; pocos conocen su punto débil, que les duele realmente. Ignoran quién es su padre, solo saben que vaga borracho por las calles y que en cualquier momento lo pillarán y se lo follarán sin saberlo. Tal es su trágico destino.

Son mujerzuelas. La Historia les debe mucho.