El Pusher camina por la ciudad. Los drogadictos se le acercan, nerviosos, como los leprosos a Cristo. En los callejones, el Pusher alarga su mano y toma los billetes, que envuelve con rapidez. Sus clientes le miran ansiosos apenas entrega la mercancía. Para estas ocasiones el Pusher ha perfeccionado una mueca, que exhibe en esos momentos como diciendo: ‘Anda a drogarte, hombre, por mí está bien’.
Los adictos se escabullen como sabandijas y se sientan en los rincones para incrustarse la droga.
A veces el Pusher escucha secretos que le dan risa, por más que se los relaten como si fueran grandes tragedias. Se ríe porque sabe que después de un momento, aplicada la dosis, hasta el más desdichado volará hacia los cielos sobre el mar del placer y la gloria, convertido en Ícaro, en Monstruo Todopoderoso.
Al que duda, el Pusher le empuja suavemente la cabeza sobre la línea de polvo blanco. Cuando el tipo se incorpora, lo examina unos instantes para ver cómo se le ensanchan las pupilas, que empiezan a tragar con ansias las visiones de la grandeza. Entonces le da un manotazo en la espalda, y un instante después ambos están ya en otra cosa.
A las fiestas le invitan poco, pues saben que su presencia es la tentación divina, la promesa intoxicante de la vida sin dolor. Sin embargo él espera pacientemente en la calle, fumando un cigarrillo, y todos saben que está allí y que solo hace falta salir a llamarlo.
Él mismo ha tomado substancias malignas, mas no es un adicto, y si vive de ellos es porque, en cambio, puede respirar sin esas porquerías que enturbiarían su sangre perfecta. Por eso es un hombre, uno que Jamás Fue Vencido.
¿Y los drogadictos? El Pusher sabe que la vida de mierda que llevan no vale ni lo que se paga por un gramo. No son nadie, porque nadie les toma en serio, pues hay miles como ellos; ni siquiera el Pusher les quiere realmente, por más que les abrace y se acuerde de sus nombres sombríos.
Pero él jamás les miente sobre eso. Sus sentimientos son metálicos, sin rastro alguno de piedad. El Pusher es ajeno a todas esas patrañas. Es extraño hasta a su propia carne.
A veces, los adictos que le deben dinero le piden perdón. Él los mira fríamente, hasta que comprenden que eso no puede exculparse.
No, no se puede, porque nadie hay más poderoso que el Pusher, a quien se le ha revelado el secreto asombroso de que no hay diferencia entre los dioses y los hombres, de que la perfección y el cielo existen realmente, aunque duren lo que dura un chute.
Él no los perdona y les niega la dosis. Ellos se alejan, confusos y angustiados. Entonces apuñalan y roban para pagarle, y vuelven llenos de humildad, como entregando una ofrenda. El Pusher les inyecta personalmente, y los adictos, con las tripas estremeciéndose de júbilo, sienten que el dolor no es invencible y que por fin están vivos y les tiembla el corazón. El Pusher reprime la tentación de acariciarles como a los perros dóciles a los que se ha arrojado carroña.
En esos momentos, el Pusher es su Padre.
Muy bueno. Duro, como la realidad que siempre está ahi mientras todos giran la cabeza ignorándola aunque saben bien que existe.
ResponderEliminarEl Pusher como un sacerdote depositando hostias en las lenguas de los fieles de un culto narcisista, revelando el secreto de la transustanciación del alma en vacío.
ResponderEliminarbien escrito maldita sea
ResponderEliminarla comparación es perfecta: el pusher es como cristo, la religión te vende una supuesta vida sin dolor y la salvación y la droga también, sólo que la iglesia miente, mientras la droga muestra de frente lo que es y lo que genera. ambos buscan un ser sumiso y pasivo, auqnue el puseher de seguro es más piadoso y sabe cortar el dolor con muerte y no condenar a eternidades de desolación en invetos como el cielo o el infierno.
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