domingo, 3 de julio de 2011

Abortero


Dios le extrajo el corazón, con la misma paciencia con la que él desprende trozo a trozo la carne transparente de aquellos que han sido exterminados entre los órganos tibios de su madre. No tiene ayudantes, su único auxilio son las pinzas relucientes que se incrustan y enredan entre las tripas. Aunque posea otros instrumentos, las pinzas son para él más valiosas que las propias manos, y él las desinfecta siempre con pulcritud. Ante ellas siente algo como una humildad, como si estuviese rodeado de joyas o en presencia de los objetos sagrados de las iglesias.

Nunca mira a sus clientes, cuyos ojos torcidos gotean mientras les vacían el vientre, ni dice palabra alguna cuando trabaja. Solo introduce las pinzas, hurgando un poco, las abre y las cierra cuidadosamente hasta que siente que han encajado algo.

Entonces se le eriza la piel. Sus dedos son sensibles como el tacto divino.

Cuando alcanza algún brazo o pierna, basta solo un tirón y el cuerpecillo está ya casi faenado. A veces tiene dificultades con los cráneos, y no hay otro remedio que apretar con fuerza hasta hacerlos pedazos. Las pinzas transmiten entonces un mínimo temblor.

Pero no es un carnicero, por más que sus blancas ropas hayan dejado de resplandecer debajo de la sangre seca. Sobre la charola se colocan los huesecillos, y a veces hasta se puede decir que en los restos hay cierto orden y armonía, como en un modesto poema.

Cuando joven, soñaba con enfrentarse a la muerte.

Sale del consultorio muy por la noche, cuando ya nadie le ve. Pero no siente vergüenza, pues el trabajo le impide filosofar. Está como ensordecido. En sus pesadillas, alguien le descuartiza o una ventosa le absorbe.

Mientras se marcha, piensa en la cara de sus clientes, que es dulce, como la de las vírgenes que se representan con Niños entre los brazos. Sus padres les acarician y ellas no dejan de compadecerse, como si estuviesen enfermas o hubiesen sido víctimas de una maldad indescriptible. El abortero les prescribe drogas que amortiguan el vientre, y al poco tiempo se olvidan ya de los restos, con su memoria de niñas.

A veces ve a mujeres por allí, y cree reconocerlas. Si se cruzan cara a cara, ellas simulan no haberlo visto jamás, y entonces el abortero se complace de su misión perfecta.
Con los años perderá la precisión, pero eso no será para él un problema, porque no es un esteta. Tampoco importará que enloquezca. Da lo mismo que las cicatrices sean largas o ínfimas. Es exactamente igual ser despedazado al principio o al final. Ese es todo su conocimiento. Si no estuviera convencido, la mano le temblaría y no pasaría un día sin vomitar.
Extrañas verdades han sido inyectadas en su cerebro poderoso.

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