domingo, 3 de julio de 2011

El Parricida


Es aquel que tomó el inmenso ovillo que se le había atorado en la tráquea y lo enredó con fuerza en la garganta de su Padre. En ese momento este quiso girar y abrazarse a su hijo, pero no se le ocurrió arrodillarse, pues su soberbia le impedía pedir clemencia. Luego el Parricida extrajo de su boca un largo colmillo que había retenido por siglos y lo incrustó con lentitud en las tripas de las que le había venido la vida. Fue imposible saber si los resuellos eran del asesino o de la víctima, y cuando el cuerpo cayó, la sangre borboteó en la cabeza del hijo y se mantuvo hirviendo para siempre.

En ese momento, el suelo se estremeció bajo sus pies.

El Parricida se pregunta si el mal estuvo ya en su padre, que engendró un criminal, como si hubiese eyaculado veneno. Se lo pregunta con tanta insistencia que se rasca hasta que hacerse sangrar el cuero de la cabeza.

Debería sacarse los ojos, pero no siente ese impulso, y el crimen le genera más bien un pacífico agotamiento. Un resplandor le ilumina desde el cielo. Se mira las manos, y se sorprende de que tengan tanta fuerza. Son como tenazas. También es curioso el tremor que le recorre el cuerpo, extraordinario como la sensación de una descarga aplicada directamente al músculo.
No se da cuenta aún de lo que ha hecho. Por eso es grandioso, como el Ignorante que clavó la lanza en el costado de Cristo.

Antes de matar a su víctima, el asesino le juzgó. Era, sin duda, absolutamente culpable, indigno de piedad. El Parricida imagina que su esperma de anciano se suspende en una copa de cristal, como un espectro que flota.

Lo tomó por sorpresa, cuando el padre se hundía en su sueño decrépito. Le había examinado detenidamente, comprobando su horrible culpa. Una sarna le comía la piel de las manos. Las bolsas de los ojos se abrían como cuencos de sangre. No era difícil intuir el corazón, que estaba verde y agusanado.
Por eso el Parricida hubiese deseado una maza o un instrumento para desprenderle la mandíbula, pero solo encontró aquel nudo en la garganta que brillaba como un nervio luminoso en las cavidades de su cuerpo. El Padre, sordo ya, sonreía dándole la espalda. En silencio, le acordonó. Apretó y al poco rato sobrevino la asfixia.

Dios los miraba desde el cielo, sin decir palabra. El Parricida piensa que solo el que ha pecado puede respirar y comprende lo que es el aire. Si no fuese así, daría igual. Dios es también un monstruo, pues es Padre y es Hijo por su propio capricho. No hay mano asesina que no sea en realidad un Órgano celestial, ni parricida que no se autoextermine al cometer su crimen asombroso.

Se aleja del cadáver, y espera que pronto la Naturaleza empiece a despedazarlo, en su infinita rapiña. La tierra se rompe y se abre para recibir al Parricida. Los condenados están listos para lanzarse sobre él, pero nada de eso lo amedrenta. Se abre paso entre los hombres, que arden bajo su mirada.

El dolor es para él una desgracia ignota, pues la maldad no infecta a los corazones inmundos.

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