miércoles, 29 de julio de 2009

Cuentos retorcidos de crimen y enfermedad mental


DESENFRENO

-Historia macabra escrita por Roberto D.-

 

Alberto se despertó ansioso, sintiendo aún en el cuerpo los residuos del dolor que lo había atormentado durante varios días. Permaneció unos diez minutos recostado. Pensaba en el inquietante sueño que había tenido, en el que una inmensa mujer de severo aspecto maternal clavaba sus dientes con violencia en las tiernas extremidades de un bebé. Se levantó de la cama en calzoncillos y abandonó el cuarto; fue a la inmensa cocina de paredes blancas que contrastaban con el mugriento piso y con un  mesón de granito oscuro sobre el que desfilaban cientos de hormigas. Alberto abrió la refrigeradora, extrajo un plato con  un gran pedazo de carne verdosa, agarró un tenedor y lo clavó en la masa sangrienta. Al ver cómo las gotitas rojas resbalaban  por el venoso trozo, experimentó un escalofrío acompañado de una náusea furiosa.

Se dirigió al baño para mojarse la cara. Levantó la cabeza para mirarse al espejo, y al ver su rostro pálido, sus gruesos labios temblorosos, su barba delgada y canosa y su cuello rasgado, se dijo que estaba hecho un desastre. Entonces experimentó una incómoda sensibilidad en el cuero cabelludo. Instintivamente se palpó la cabeza y se dio  cuenta de que le faltaba un mechón de pelo. Adolorido, estuvo examinándose frente al espejo durante un buen rato. Luego sintió la necesidad de secarse. Tomó una toalla y vio que tenía manchas de pintalabios y sangre. La miró asqueado por un momento y la arrojó al piso.

Después de este mal rato, Alberto fue en busca de su camisa amarilla. Revolvió su habitación, pero no la encontró. Esa camisa era un  recuerdo especial. Siempre que la llevaba puesta, revivían en su memoria sus extenuantes sesiones con un  muchacho al que la gente llamaba ‘Goofy’. En esas reuniones, los instintos de Alberto, bajo la influencia del brandy, tomaban control de su voluntad y le llevaban al éxtasis y al desenfreno.

Finalmente, decidió  ponerse una camisa blanca. 

Se colocó también un jean, unos zapatos cafés de cuero y un abrigo negro. Cuando atravesaba el pasillo que desembocaba en la puerta principal, tuvo el impulso de volver la vista. Comprobó que la casa estaba muy desordenada: las alfombras estaban enrolladas y cubiertas con plástico. En el piso había retazos de periódicos, pedazos de porcelana y una docena de botellas de licor. El asombro de Alberto fue mayor cuando distinguió unas huellas lodosas de zapato. Las siguió con curiosidad. Terminaban en un  cuarto pequeño y  cuadrado cuyas paredes estaban pintadas de rosa. En su interior había una estantería sobre la que se encontraban una variedad de cuentos infantiles y una foto, en blanco y negro, de un niño adornado con corbatín y elegantemente acicalado. Vio en una esquina un sucio costal. Lo único que se le ocurrió fue que alguien había entrado a la casa durante su profundo sueño. Se agachó para mirar en el interior del saco. Adentro había una vieja plancha, cuyo cable estaba pelado, sábanas sucias y malolientes, un par de calcetines rojos y un enorme sostén amarillo. Alberto sintió un estremecimiento mientras manoseaba las desconocidas prendas.

Luego volvió a la sala y se dio cuenta de que sobre la mesa habían dejado su navaja de afeitar. Debajo, en el piso, encontró también un hacha, algunos metros de alambre y un alicate. Se inclinó para tomar la navaja y notó que la bisagra tenía una pegajosa mancha roja. Al tratar de cerrarla, se le adhirieron a  la mano derecha unos pocos cabellos negros. Los estuvo mirando un rato. Su confusión se volvió intolerable. Sintió que le atacaba una repentina amnesia. “¿Quién estuvo aquí? ¿Qué me pasó?”, se preguntó.

En ese momento supo que era preciso defenderse. Cerró la navaja y  la guardó en el bolsillo izquierdo del pantalón para repeler algún ataque sorpresivo. Caminó hacia la puerta principal, en la que colgaban las llaves, y sintió un temblor que le nacía en la parte baja de la espalda, trepaba por la columna vertebral, avanzaba por su cabeza y por fin parecía estancarse en el ojo izquierdo, provocándole un tic nervioso. Segundos después le asaltó un repentino dolor en el pecho que casi le hace llorar. Se mordió el dedo pulgar y fue en busca del teléfono, mientras agitaba la cabeza con desesperación. Se detuvo por un instante. Pensó “¿Qué rayos estoy haciendo? ¡Soy un cobarde!” Entonces se precipitó hacia la puerta. Giró las llaves en la cerradura. Salió de la casa aturdido, con la sensación de horror e impotencia de quien se sabe perseguido.

El cielo estaba nublado. Podían ser las siete o las ocho de la mañana. El frío viento   amortiguó la cara de Alberto, que observó atentamente el sendero adoquinado. Unas manchas extrañas conducían a una pala incrustada en el césped del jardín. El corazón del hombre se aceleró, mientras su boca se secaba.

Necesitaba abandonar la casa. Abrió la cerca y tomó por un camino empedrado mientras escuchaba el ruido que producía el río que corría cerca del sendero, a la izquierda. Se detuvo un momento para contemplarlo. Respiró muy profundo, esperando que los latidos de su corazón se regularan. Observaba el  agua con una calmada tristeza. A lo lejos se levantaba una pequeña loma. Alberto se fijó en un árbol muy alto, tal vez un ciprés, que se encontraba en la pendiente y parecía precipitarse hacia el río. Agachó la cabeza y continuó caminando hasta que un olor a carne asada llamó su atención. Anduvo unos doscientos metros. Algo en su interior le guiaba hasta el asadero, en donde había concertado la reunión que el aturdimiento le había hecho olvidar, y que solo hasta ese momento recordó. Entró en la cabaña, un local obscuro, sin ventilación, que olía a orines. En el  interior había ocho mesas de madera. El mozo, un tipo pequeño y fornido, lo miró con indiferencia. Alberto tomó un diario del mostrador y pidió una cerveza. Al traérsela, el mozo le dijo que le pagara a la cocinera. Cuando Alberto sacó la mano  del bolsillo derecho del abrigo para contar el dinero, vio sobre su gran palma, junto a las monedas,  una uña, larga, delgada y pintada de rojo. La arrojó inmediatamente.

Detrás del mostrador, la cocinera estaba muy concentrada destazando una gallina. Alberto se acercó lo suficiente como para llamar su atención, pero la gorda no se percató de su presencia y siguió asestando hachazos al animal muerto. El último golpe de su voluminoso brazo hizo que la sangre salpicara la camisa blanca del silencioso cliente. Entonces la mujer advirtió por fin a Alberto, que estaba inmóvil y horrorizado, y  exclamó:

-Tranquilo, mi bonito. Y continuó entre carcajadas -¡A mi marido también le asusta mancharse de sangre!

-Me parecen repugnantes las manchas rojas en las prendas blancas -respondió furiosamente el hombre, que había salido de la estupefacción provocada por el inesperado accidente.

La mujer se aproximó a Alberto para limpiarle la camisa con un trapo húmedo. Reía mientras expandía las pequeñas manchas en la tela blanca.

-¡Déjelo ahí, que la está embarrando más!- gritó Alberto desconcertado.

- No sea malagradecido- respondió la gorda con una mueca, mientras el hombre se alejaba después de lanzar con asco unas monedas sobre el mostrador.

Se sentó nuevamente. Estaba demasiado molesto para aclarar sus ideas. Vio algo que llamó su atención. Un titular del periódico decía “Le destrozaron el  aparato reproductor a cuchilladas”. Debajo había una foto de un cuerpo torpemente suturado.  Mientras avanzaba  la lectura y terminaba la cerveza, se apoderó de él una sensación de temor, semejante al que había sentido de pequeño, al descubrir que toda niña tiene entre las piernas una trampa húmeda y pulposa.

Había empezado a relajarse cuando alguien tocó su hombro. Era una mujer obesa, como de cuarenta años, de ojos anormalmente saltones, con una nariz gruesa y llena de granos. Cubría su cuerpo con un vestido sucio y viejo de color celeste.

-¿Cómo está? ¿Es usted el señor que necesita una muchacha para limpiar la casa?

El hombre le respondió reflejamente:

-Sí, claro -Y continuó- Te invito una cerveza.

La gorda se le quedó mirando unos instantes. Luego le sonrió. Alberto le pareció simpático. Un patrón culto y educado.

- Uy, qué amable, pero es que estoy de apuro. Mejor empezemos cuanto antes el quehacer- respondió. El largo rasguño que Alberto tenía en la garganta le llamaba poderosamente la atención.

Sin insistir, Alberto se levantó y le señaló la salida. Tomaron por el sendero que conducía a la casa. Mientras caminaban, la mujer despedía un olor ácido, hediondamente perfumado, que se mezclaba con el aroma del bosque y se incrustaba en las fosas nasales del hombre. De pronto la gorda se detuvo. Luego corrió torpemente hacia una flor amarilla que se levantaba espléndida entre los matorrales. Se agachó para arrancarla. Su vestidito dejó al descubierto el inicio de sus enormes y flojos muslos.

-Qué hermosa es la naturaleza -exclamó emocionada. Arrancó la florecilla y se la introdujo por entre los cabellos. Luego se acarició coquetamente las abultadas caderas, como si la flor le hubiese dotado de pronto de una juvenil belleza que era preciso exhibir.

Alberto observó sobrecogido esas extremidades anchas, varicosas y llenas de pequeños orificios provocados por la celulitis. Las piernas le parecieron dos enormes rodillos que iban a aplastarlo. Las carnes de la mujer eran nauseabundas, como grandes trozos de queso gelatinoso que flotan en un suero blanquizco y maloliente.

Poco después la fachada de la casa empezó a divisarse. A la mujer le pareció la materialización del palacio de sus sueños:

- ¡Oh!-¡qué casa tan bella! ¡Pero si es una mansión!

 Alberto la ignoró. Levantó el acceso de la cerca. La gorda caminaba detrás de él, mirando bobamente de un lado a otro para no perder detalle de la hermosa arquitectura.  Su desilusión fue grande cuando el hombre abrió la puerta principal, al ver las sillas patas arriba, el piso cubierto de periódicos y las paredes manchadas y dañadas por la humedad. Entonces exclamó:

-¡Caramba! Esto es un chiquero.

Fríamente, Alberto ordenó a la mujer que empezara el aseo por el cuarto de arriba. Le dijo que le esperara allí mientras le llevaba los implementos de limpieza. Entró en la cocina, sacó una cuerda de diez milímetros de ancho que tenía debajo del lavaplatos y la guardó como pudo en el bolsillo derecho del pantalón. La mujer obedeció a la orden de  mala gana. Le pareció que el patrón se había vuelto hostil y desconfiado. Subió  las gradas. Entró en la habitación y vio, ya sin asombro, que el sitio estaba sucio y desordenado: en el piso había ropa usada, pelucas, zapatos y seis botellas de cerveza. En una esquina se encontraba un viejo velador sobre el que había varias revistas pornográficas. Sobre la cama yacían un panda de peluche y una muñeca sin extremidades. La gorda caminó tranquilamente hasta la cama y asentó sus desproporcionadas nalgas sobre ella. Cruzó las inmensas piernas de manera que sobresaliera un muslo. Tal vez el patrón tuviera otras necesidades.

En ese instante Alberto apareció. Se había despojado del abrigo. Empezó a acercarse a la mujer con movimientos lentos y algo graciosos, como si algo entre las piernas le estorbara. Su expresión de lascivia confirmó las intuiciones de la gorda, que empezó a sonreírle con un gesto de estupidez. Cuando estuvo suficientemente cerca, Alberto extendió la mano derecha y acarició el feo rostro de la sirvienta. Ésta, al mirar el bulto bajo el pantalón del hombre, dijo pícaramente:

-Papito, estas tensísimo.

-No -corrigió Alberto mientras extraía del bolsillo la cuerda de polyester-. Es un juguete.

-¿Me vas a amarrar? La excitación crecía en el cuerpo de la mujer.

-Sí. Es que el sexo convencional me aburre y como tú tienes un cuerpo voluptuoso… Me imaginé lo divertido y placentero que sería.

La mujer levantó la cabeza y dejó escapar una sonrisa intencionada.

- No te preocupes, amor. A mí también me gustan esas cosas.

La gorda, excitadísima, besó los grandes labios de Alberto mientras con su gruesa mano la acariciaba las rodillas y los muslos. Permanecieron un rato así. A la gorda había empezado a preocuparle que el hombre no la tocara. Pensó que faltaba algo de estímulo  y creyó que a él le gustaría que le apretara la zona genital. Cuando lo hizo, Alberto, como si hubiese estado preparando el golpe, le lanzó un potente y certero cabezazo que cerró el ojo izquierdo de la mujer. Ella quedó aturdida por unos instantes. El atacante sonreía, y eso la encolerizó. Empezó a gritar furiosamente. Se abalanzó sobre Alberto y con sus uñas largas, amarillentas y llenas de mugre, le marcó el rostro. Con la cara magullada, lleno de angustia por encontrarse debajo de ese inmenso cuerpo, el hombre empezó a descargar temibles rodillazos sobre el estómago de su oponente. Ella, sin aire, le dio la ventaja de un par de segundos. Entonces Alberto mordió sus descomunales senos, que habían quedado parcialmente descubiertos en la refriega, y logró someterla. Tomó una de las botellas que rodaban por el suelo y golpeó con todas sus fuerzas la cabeza de la sirvienta. La mujer quedó inconsciente.

Con gran esfuerzo, Alberto colocó  el pesado cuerpo en el lecho. Tomó la soga y amarró los pulposos brazos  al espaldar de la cama. Luego entró en el baño, destapó un frasco de alcohol y limpió las heridas de su rostro ante el espejo. Abandonó el baño. Regresó a la cocina. Sacó de un cajón un cuchillo largo, ancho, con un viejo mango de madera. Retornó al cuarto y al ver que la mujer había recuperado el sentido, le gritó:

-¡Te jodiste puta! ¡Me lacraste la cara!

- Perdóneme por favor, respondió la pobre gorda, consciente ahora de la peligrosidad del hombre.

 -¿Que crees, estúpida? ¿Que después de lastimarme así vas a quedarte tranquila?

-  Tenga piedad de mí, por favor

- ¿Qué? ¿me viste cara de santo?

El cinismo brutal de Alberto y el horror envalentonaron  a la mujer:

- Maldito. ¿Qué me vas a hacer?

- Te voy a meter un cactus por la vagina- dijo Alberto, obedeciendo a la retorcida necesidad de ver a la mujer deseperada y llorando.

La gorda fue presa de un ataque de pánico. Empezó a gritar histéricamente. Alberto sonreía al verla.

- Es una bromita, no tengo un cactus.

Después saltó sobre ella y, con sus pesados puños, pulverizó la ancha nariz de la mujer. Dejó a su presa semiinconsciente para ir en busca de  sus herramientas. Atravesó el corredor, bajó  por unas viejas y sucias escaleras. Entró en un amplio y frío sótano de paredes despintadas que apestaba a basura. Se detuvo frente a un escritorio que estaba embarrado de un líquido amarillento. Abrió el primer cajón, sacó un maletín negro con un distintivo de la Cruz Roja, dentro del cual había una  sierra manual, un bisturí, cinta adhesiva,  un fórceps y un par de guantes de cuero. Tomó la sierra manual, los guantes y la cinta. Después cerró el maletín y lo devolvió al cajón. Subió las gradas limpiando la sierra en su pantalón. Entró en la habitación. Arrancó un poco de cinta, tomó de los cabellos  a la mujer y le selló la boca. Con la sierra le cortó una oreja.

La mujer se retorcía y gemía de dolor y Alberto disfrutaba del crepitar que producían los cartílagos al desprenderse. Una vez que tuvo en su mano la oreja marchita, decorada con un largo pendiente y de cuyo antitrago nacían unos delgados rizos, la chupó lentamente con excitación.

La mujer le parecía una muñeca rellena con miel. Alberto no paraba de lamer los líquidos que salían de la herida.

Luego extrajo de su pantalón la navaja de afeitar. Deslizó la luminosa cuchilla por el vientre estriado de la mujer, la llevó hasta los senos venosos  y  de súbito rajó un  enorme pezón. El rostro de la víctima se contrajo en una espantosa mueca de dolor. La sangre brotó  y descendió muy suavemente hasta los  pelos gruesos y enredados de la pelvis. Alberto sintió fascinación al ver el rollizo cuerpo ensangrentado. Expandió  la sangre, con su lengua, por todo el abdomen. Llegó al pubis. Separó delicadamente los pliegues de la vagina. El clítoris afloró brillante como una joya. Empezó a succionarlo con avidez, como un cachorro prendido de la ubre de su madre. Tiró la navaja, tomó el cuchillo y preguntó a la moribunda:

- ¿Te gustan los tipos bien dotados? 

La criada movía lentamente la cabeza, mientras miraba con horror cómo la hoja raspada del cuchillo se acercaba a su vulva.

- ¡Porque yo tengo veinte centímetros de acero!- exclamó Alberto enloquecido mientras miraba la oscura vagina, que le pareció una herida rugosa y palpitante.

La penetró con su puñal. El dolor de la cuchillada cegó a la mujer por unos instantes. Cuando se recuperó, sintió claramente cómo el objeto afilado y frío se deslizaba por sus entrañas, provocándole un sufrimiento terrible. La hoja que le cortaba los órganos avanzaba y se detenía, giraba, se enredaba. La sangre que manaba le dio la impresión de que se estaba orinado. Tenía la espalda empapada en sudor frío. Respiraba con estertores. La sangre se escapaba por la comisura de sus labios y por el orificio de la vagina. En el último momento quiso levantar la vista para ver a su asesino, pero la cabeza ya no le obedecía. Entonces cerró los ojos y experimentó una tibia e inesperada sensación de paz. Con un largo suspiro dejo de existir.

Albero se apartó descontrolado, y  al ver la abundante sangre que salía del cadáver dejó el cuchillo, tomó la sierra y empezó a cortar el vientre. La tarea no resultó tan fácil, la sierra se atoraba en las entrañas. Enfadado, vio que los intestinos oponían mucha resistencia y decidió usar las manos para destripar el cuerpo y poder dividirlo. En seguida una ola de sangre y de excremento se levantó incontenible para manchar la camisa, las sábanas y las paredes. Después del esfuerzo, Alberto se despojó de la camisa y se quedó con el torso desnudo.

En seguida sintió un malestar en el abdomen. Caminó por el pasillo en dirección al baño. Se sentó. Experimentó mucha dificultad para expulsar las heces. Sentía mucho dolor y eso lo fastidiaba. Se aseó con un papel de hoja fina. Se subió los pantalones, pero le pareció que habían quedado restos de suciedad entre los pliegues de sus nalgas, así que decidió usar el bidet. Después de unos minutos, fresco y limpio, retornó al cuarto.

Cortó la soga que ataba los brazos y llevó el inmenso torso al patio. La pobre gorda asemejaba un grotesco maniquí desarticulado. Tomó una pala, y tras cavar un buen hoyo para enterrar la mitad del cadáver, ingresó a la casa para traer la parte inferior. Como las piernas eran muy voluminosas, tuvo que cortar a la altura de las rodillas, operación que facilitaba la tarea de almacenar la carne en el congelador. Con una sonrisa caminó hacia la alacena donde guardaba el brandy. Bebió un poco para eliminar el gusto amargo que tenía en la boca. Estuvo divagando unos instantes. Recordó que cierto personaje famoso había dicho: “Lo que puedes hacerlo hoy, no lo dejes para mañana”. Le pareció el colmo de la sabiduría. Entonces miró el teléfono, lo tomó, marcó un número. Sonó tres veces. Contestó una mujer.

-Agencia de empleos “La María”.

-Buenas noches. Me hace el favor, necesito una chica que venga a limpiar mi casa.

4 comentarios:

  1. Estás mal, pero narras bien

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  2. Eso no es literatura. ¡es basura!

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  3. El cuento Desenfreno, no me transportó a ninguna historia criminal. El ritmo es bastante interrumpido y las imágenes creadas son un compost de la crónica roja ecuatoriana y la paraliteratura norteamericana. Creo que carece de originalidad y estilo. Palacio describió de forma magistral historias urbanas y criminales, El Antropófago es un ejemplo. Creo que los personajes son totalmente deshumanizados y vueltos simples y burdas máquinas de matar,son planos y no manifiestan emociones o sentimientos. El lenguaje es quizás lo mejor logrado. Y para remate el final es predecible

    Att. Martín Rivadeneira

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  4. Estimado Martín Rivadeneira,
    no quiero que se te olvide que Borges escribió crítica de forma magistral.
    Att. un pobre huerfanito

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Habla y te salvas