martes, 31 de agosto de 2010

A la intemperie quedan los astros

Mi amigo, Jesús, me había dicho que en el parque existían 34 prostitutas y que había gozado de los servicios de cada una de ellas. Fui a comprobarlo. Al dar un paseo por los senderos del parque, descubrí a no pocas mujeres, pero ninguna parecía prostituta. Todas de algún modo eran bonitas, elegantes, inocentes, recatadas, cultas, ceremoniosas al andar. A ninguna se le notaba el ansia de la búsqueda del huésped o del cliente. Miraban a cualquier parte menos a los ojos del hombre. Si alguna estaba hablando con alguien, parecía que lo hacía con su marido o con un amigo. Reían, paseaban, pero jamás se notaba rastros de concupiscencia ni ansiedad, ni siquiera un antojo de coqueteo. Todo era natural. Esperaba ver por lo menos a alguien, por lo menos a una pareja, que se desviara de los cuadros de los paseos y fuera a una calle sombría hacia un hotel. Pero jamás vi tal.

“No son prostitutas” fue mi determinación. Jamás estaría con ninguna de ellas. Jamás me atrevería a preguntar “¿Cuánto?”. Jamás. Eran damas, dignas de enamorarlas, dignas del himeneo mas no de la mancebía.
Una leve llovizna empezó a caer. Algunos de los transeúntes se parapetaron debajo de las arquerías de los edificios coloniales, otros se fueron, yo escampé en un café, me deslicé hacia la ventana. Y desde allí descubrí que Jesús tenía razón. En el parque quedaron, cual si hubiera corrido un cedazo, 33 chicas. Eran ellas, ahora fácilmente identificables, clasificables, incluso, me atrevería a decir, más lujuriosas, más deseables. Iban escaseando conforme uno dirigía la mirada de la periferia del parque al centro, hacia la pileta, y se notaba cierta mejora en los detalles del rostro y del cuerpo. Estaban, sin duda, jerarquizadas. A un lado de la pileta se adivinaba a una Anita Ekberg a punto de entrar en la fontana.

Estaban allí, dejándonos todo el derecho a elegir una. La adecuada, la que más se insinuara entre el agua que resbalaba por sus rostros y muslos. Un escaparate público, más público ahora que nunca. A las rameras no se las distinguía entre el gris desvanecido. Parecía que todas vestían igual, que eran realmente un gremio.
Estaban allí, las conté: 33. Faltaba una. ¿Dónde estaba? ¿Se fue a guarecer de la lluvia, como lo más normal? O ¿estaba con un cliente? ¿Con Jesús, mi amigo, gozando la lluvia, el minúsculo frío acumulado en las bellas corvas?

Decían que se cotizaban al doble con la lluvia, porque se vislumbraba su piel a través de la tela mojada. Tonterías. Eran prostitutas caras porque se las debía cotejar para servirse de ellas, porque no aceptaban un “¿Cuánto?” como flirteo.

De pronto, comenzó a llover a torrentes. Ahora sí, ellas no soportaron el chubasco. Caminaron a un lado hacia un atrio para guarecerse. El parque quedó vacío como una estampa, con un aire de enjabonado. De ese vacío, surgió una novia toda vestida de blanco. Corría con incomodidad sosteniendo con su mano izquierda la cola de su amplio vestido y con la otra el velo que parecía desintegrarse en el agua.

Nadie supo hacia dónde se dirigió, nadie supo si ese apremio lo ordenaba el atraso o la vergüenza, la persecución o el amor. Yo no dejaba de pensar en la puta que faltaba, pero ellas en cambio tenían un aire de estar pensando en el novio de esmoquin y en una lluvia de arroz.

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