jueves, 19 de agosto de 2010

Vigilia


Relato breve de Gregorio Parma

Apagó su cigarrillo en el cenicero y toda posibilidad de expresión desapareció de su rostro, se borró con la primera luz de la madrugada que bajaba lenta y pesada desde las persianas, consciente para siempre de que lo único que nos queda es morirnos, de risa o de aburrimiento, morir lentamente al sol hasta que el mediodía nos aplaste contra nuestros propios recuerdos.

Lo único que puedo hacer es agregar revelaciones como escombros. Solo, al fin; solo y consciente de todo, se dijo a sí mismo. Salió al patio, respiró la humedad subiendo desde la tierra y el pasto, sintió sus piernas vacilar a cada paso. Miró a su alrededor, supo que no había nada de lo que pudiera sujetarse; temía caer en cualquier momento. Llegó tambaleándose hasta la puerta que daba a la calle.

A su hijo menor lo eliminó de un solo martillazo en la cabeza, recordaría por siempre su cuerpo desplomándose como lo hacen las reses cuando les disparan en la frente, perdiendo de repente toda su vitalidad, como si nunca hubiera corrido por toda la casa, atravesando las habitaciones con gran agilidad e inclinando un poco el cuerpo para esquivar muebles y personas.

La hija mayor gritó mucho antes de morir ahorcada. Gritaba desde que él golpeó a la madre contra la puerta y ella cayó inconsciente sobre las baldosas, desde que vio salir el hilo de sangre que brotaba de su cabeza y manchaba los cuadrados blancos.

Tenía un revólver, podía haberlo utilizado para matarlos mientras dormían, pero no lo hizo, a pesar de que cada vez que había imaginado la escena el arma era siempre su Colt plateada, cargada en silencio en el baño. Solo ahora, después de que todos estaban muertos, la tenía contra su paladar. Sabía que no lo iba a hacer, pero quería fingir que sí, que la culpa podía lavarse de algún modo en la tentativa de la auto-eliminación.

La penumbra tejía un cuerpo laxo y desnudo sobre la cama. Inmóvil, o casi, excepto por los manotazos que cruzaban su rostro, que alejaban algo que ciertamente no estaba allí. A esa hora, las casas preparan su propia música cotidiana: maderas crujiendo, una tubería vieja, el viento contra las ventanas que empiezan a azulear. El cuerpo dejó de agitarse, giró sobre sí mismo hasta quedar de lado, recogió las rodillas contra su pecho y se detuvo. Soñó, también, que el disparo despertaba a los demás.

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